Si algo hay en común entre los movimientos populistas neoliberales actuales, tanto a nivel global como local, es su aversión a la reflexión como acto tanto individual como colectivo. Avanzan en un cuestionamiento generalizado al proceso mediante el cual los ciudadanos sacan sus propias conclusiones, se instruyen y construyen una visión crítica de la realidad. Donde solo lo material es fundamental y los bienes del espíritu, artefactos que solo importan y sirven a privilegiados.
por Patricio Segura Ortiz
Periodista
psegura@gmail.com
Esta línea política se ensaña con todos quienes recurren al pensamiento y la expresión como forma de incidencia, cayendo víctimas de su animadversión las elites intelectuales, los creadores artísticos y culturales, y todo quien aparezca como alejado del mundo real, todo aquel que no se mueve exclusivamente por el hacer material. Y así, en un acto de prestidigitación e incoherencia, hace desaparecer de un plumazo una verdad absoluta: no solo de pan viven (y se mueven) el hombre y la mujer.
Ejemplo de ello son los más diversos líderes que, sobre la base de una supuesta adhesión al sentido común de la gente de a pie, reniegan de la relevancia del mundo de las ideas, de la generación del conocimiento. Que elevan la ignorancia a un estatus virtuoso, porque ellos, los conductores, están preocupados por los temas que realmente importan a las personas.
Desdeñan los libros, el debate, el discurso e, incluso, pueden llegar a decir que no les importa el saber. Nadie se alimenta de democracia, libertad de expresión dicen, y en pos de tranquilidad económica están disponibles para regímenes autoritarios.
Frases de este tipo escuchamos por doquier. Incluso de quienes no comprenden el profundo significado que tiene pensar que lo único importante es el hacer, en contra de cualquier forma de abstracción.
Es comprensible por qué una sociedad llega a ese estado, que forma parte de la historia de la humanidad. Los discursos vacíos, las ideas impracticables, las inconsecuencias del más diverso tipo han alejado a los ciudadanos de la importancia del leer, del escuchar, del decir. El aprender y aprehender, como un proceso colectivo, incluso intergeneracional.
Se suma a esto la praxis política, que es el ejercicio del parlamento para tomar decisiones colectivas, que por la corrupción imperante se va desprestigiando (con justa razón), haciendo a cierto tipo de ciudadanos y ciudadanas descreídos de las formas colectivas de trabajar, privatizándose a través del sálvese quien pueda.
Germen también de esta mirada es el paradigma económico productivista que nos rige. Nadie come palabras, es cierto, pero son las palabras precisamente las que nos permiten ir dando sentido a la vida, generar relaciones, hacer comunidad. Incluso, al hacer como acto posterior. Tanto el Empire State como las escuelas que los pobladores levantaron originalmente en Aysén partieron con dos personas conversando.
¿Cuántas veces no hemos escuchado críticas a quienes no realizan actividades que aportan al crecimiento material sino que se desempeñan en el ámbito de las ideas o la cultura? Es común en esto que, en determinadas discusiones, uno de los interlocutores como principal argumento (del tipo falacia ad hominem, es decir atacando al mensajero y no al argumento), pregunta ¿y tú, cuántos empleos generas?
Bajo esta premisa llegamos a la conclusión de que compartir conocimientos y emociones no es relevante, porque no da empleo, porque no transforma directamente la naturaleza, porque no mueve la economía.
Y así, tenemos a la floja de Gabriela Mistral, al vagoneta de Aristóteles, al ocioso de Neruda. Lo más paradójico es que aunque Adam Smith nunca dio un solo empleo, por cierto que cambió el mundo. Lo mismo que Karl Marx, que dar trabajo no fue particularmente su fuerte.
Efectivamente, el mundo del hacer es importante. Pero así también el de las ideas, de la reflexión. Porque pensar no hace mal sino al revés, su práctica es el primer paso para la libertad. Ese mismo valor que tanto invocan los neoliberales populistas de la actualidad.