Por Francisco Herranz | Chile cae en un alarmante estado de semianarquía

Seis semanas después del inicio de las protestas ciudadanas y los saqueos generalizados, Chile parece haber caído en un alarmante estado de semianarquía difícil de creer.

por *Francisco Herranz
Agencia de Noticias Sputnik

La gente quiere pensar que este país latinoamericano, envidia de sus vecinos, no se hundirá en el abismo y que volverá la cordura, pero ni las medidas sociales, ni la propuesta de aprobar una nueva Constitución, han conseguido detener la agitación pública ni los actos de violencia.

En la economía es evidente que se ha desatado un shock absoluto, y está cundiendo el miedo a lo desconocido. El último trimestre del año experimentará una caída en el consumo, un descenso en la actividad económica en general. El mejor indicio de lo mucho que la revuelta está afectando a la vida cotidiana es que los aviones de Iberia que cubren el trayecto Madrid-Santiago empiezan a estar vacíos de pasajeros cuando pasaba todo lo contrario.

Los intercambios comerciales caen en picado. También los culturales. Todo se paraliza. Los capitales internacionales se lo van a pensar muy mucho en continuar o regresar. La ola de saqueos intermitentes se prolonga por más de un mes, lo que, junto a la debilidad de todas sus instituciones, se traduce en una valoración muy negativa del país. El daño a la economía chilena es muy grave y lo pagarán los sectores sociales menos favorecidos, es decir, los pobres.

Las dos primeras semanas de crisis fueron de expectativa, pero a partir de la tercera el escenario cambió radicalmente. La alta volatilidad de la moneda nacional es un potente indicador de que las cosas están fatal y de que Chile ha sucumbido en un estado de descontrol y zozobra en el que no se puede planificar casi nada a largo plazo. De hecho, el banco central chileno se vio obligado a inyectar 20.000 millones de dólares en los mercados cambiarios para intentar frenar la fuerte devaluación del peso, cuyo valor ha caído más de un 15% desde que comenzó la crisis el pasado 18 de octubre.

Como apunta el periodista hispano-chileno John Müller, lo que está ocurriendo «no tiene precedentes en la historia y probablemente no tiene precedentes en ningún otro movimiento, Más que una cosa del pasado es una versión del futuro».

Müller califica los hechos de «insurrección 2.0», donde se aprecian al menos tres elementos: una capacidad de organización y gestión de la violencia muy perfilada, la ausencia de ley o anomia sustentada en la falta de respeto a la autoridad y una sobreexposición mediática, especialmente en la cobertura de televisión.

El Ejército no quiere intervenirPor ahora. Cuando estuvo a punto de reimponerse el toque de queda, parte de los que frustraron esa medida extraordinaria fueron los propios militares, que prefieren no tener que salir otra vez a las calles a poner paz, después de la amarga experiencia inicial, cuando el presidente Sebastián Piñera decretó el estado de emergencia.

Piñera es el más perjudicado. Está absolutamente sobrepasado por los acontecimientos. Debilitado y desnortado. Y no deja de sufrir las presiones de los sectores más duros derechistas que le piden que se eche al monte y aplique mano dura.

El jefe del Estado intenta que el Congreso acepte un decreto que endurezca las penas para los delitos de saqueo y permita al Ejército proteger las infraestructuras críticas, es decir, esenciales, como las centrales eléctricas o los hospitales. En el fondo está evadiendo su propia responsabilidad al señalar que la forma de combatir legalmente la violencia corresponde al poder legislativo, como si él no tuviera suficientes facultades para hacerlo. Esa pérdida de un tiempo precioso lo está descomponiendo todo, dejando por los suelos la buena imagen de Chile. El presidente no ha atacado el problema de fondo —la desigualdad social— y no actuado ni bien ni rápido. Se durmió en los laureles.

El conservador Piñera ha propuesto crear una nueva Constitución, pues la actual, que data de 1980, tiene obvios problemas de legitimidad ya que fue elaborada e impuesta por la dictadura del general Augusto Pinochet.  La propuesta implica el consenso nacional y el cumplimiento de unos plazos, que giran sobre el mes de abril, para que la nueva ley suprema sea debatida, redactada y ratificada por el pueblo soberano. El objetivo es que el nuevo texto sea más moderno y flexible, y no obstáculo a los derechos civiles como ocurre ahora. En cualquier caso serán meses de incertidumbre e inestabilidad. ¿Aguantarán las costuras? Pues no se trata de una crisis gubernamental sino de una contingencia sistémica que necesita medidas serias y urgentes, no sólo políticas y sociales, sino también económicas y fiscales que favorezcan a los más jóvenes, protagonistas indiscutibles de los tumultos y huelgas que se viven.

A la lenta reacción político-institucional se ha sumado la brutal actuación de los Carabineros, acusados de graves violaciones de los derechos humanos a la hora de sofocar las protestas. La Justicia investiga las muertes de 26 manifestantes, cinco de ellas fruto de la participación de los agentes del Estado. Las fuerzas policiales chilenas tienen métodos de trabajo que no sólo son muy duros sino también bastante anticuados: los perdigones que disparan contra los manifestantes más revoltosos ya no se utilizan en los principales países de Europa. En las algaradas de Cataluña, por ejemplo, se han estado empleando balines de goma para disolver a los más violentos. Ahora los carabineros chilenos o pacos, como les llaman popularmente, han optado por una inacción voluntaria, que roza la negligencia, para evitar ser denunciados, pero eso mantiene la crispación, la inseguridad y el vandalismo en los barrios periféricos santiagueños de La Cisterna, La Pintana o Quilicura.

Aunque se buscan razones sociológicas, todo este caos es el resultado de décadas de ignorancia sobre el sufrimiento de las clases bajas. ¿Es acaso el suicidio de un país? Parece todavía pronto para decir algo tan rotundo y severo como eso, pero ciertos comportamientos resultan incomprensibles y fomentan esa terrible interpretación de los hechos.

​El Ejército no se mueve pero podría cambiar de idea si esta anarquía no cesa. Si continúan los excesos se abriría paso el fascismo nostálgico pinochetista, que desgraciadamente no ha desaparecido del todo de la sociedad chilena.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK Y LA RAZÓN