A pesar de que Brasil ya es el país de Latinoamérica más afectado por la pandemia en cuanto a número de contagios (y el tercero del mundo), el presidente Jair Bolsonaro continúa alentando nuevas concentraciones ciudadanas en su apoyo, aglomeraciones que avivan la propagación del coronavirus.
La última manifestación se produjo el pasado domingo 17 de mayo en los aledaños del Palacio del Planalto, sede de la Presidencia brasileña en Brasilia. Antes de que llegara el populista jefe del Estado, los servicios de seguridad pidieron a los simpatizantes que retiraran las banderas que atacaban al Parlamento y al Supremo Tribunal Federal (STF).
Una de ellas, según informó el diario Folha de Sao Paulo, calificaba a ambas instituciones de «saboteadores» y exigía la adopción de una nueva Constitución. «Brasil, tengo la certeza, volverá a ser fuerte», les dijo entonces Bolsonaro a sus simpatizantes, enfrentado particularmente al poder judicial, que le ha vetado varios nombramientos y ha abierto una investigación que le puede costar muy cara.
El dirigente ultranacionalista llegó arropado por 11 ministros para darse un baño de multitudes. Era la tercera manifestación de esas características. Brasil ya ha superado a Italia y España en número de contagios. Los centros sanitarios de Sao Paulo, epicentro de la epidemia en el país, están al 90% de su ocupación y colapsarán a ese ritmo en quince días. Bolsonaro llevaba mascarilla, pero dejó pronto de respetar las medidas de distanciamiento social porque tomó en brazos a dos niños.
Crisis sanitaria, política…
La nación más grande y poblada de Latinoamérica está inmersa no sólo en una crisis sanitaria singular, sino también política, institucional y económica. Las previsiones adelantan una caída del Producto Interior Bruto del 5,2% para este año, lo que implicará el desplome de la producción y el empleo.
Bolsonaro ya ha destituido en algo más de un mes a dos ministros de Sanidad. El primero defendía el confinamiento. El segundo duró 28 días en el cargo. El presidente sigue ignorando los consejos de la comunidad científica, dando alas a los elementos más radicales.
El negacionismo y una caótica gestión administrativa agravaron los efectos de la enfermedad a la que primeramente calificó de «gripecilla» sin importancia. El colapso de las unidades hospitalarias de cuidados intensivos podría ser la puntilla para el Ejecutivo federal, cada vez más impopular y aislado.
El último en dar su valoración negativa fue el vicepresidente y general retirado, Hamilton Mourão, quien señaló que se encuentran al borde del abismo.
En una tribuna publicada el 14 de mayo en el diario paulista O Estado, Mourão escribía lo siguiente: «Ningún país viene causando tanto daño a sí mismo como Brasil. Esta destrucción institucional ya ocurría, pero ahora está en el umbral de la insensatez, llevando al país al caos».
Su alarmista mensaje puede ser interpretado como un llamamiento al diálogo entre los tres poderes, pero también como una justificación a una intervención armada si se agravara la situación. ¿Ruido de sables? ¿Autogolpe? El puñetazo en la mesa como última solución planea sobre un Gobierno donde 9 de sus 22 ministros son militares o lo fueron.
Los actos masivos
Hace un mes, el domingo 19 de abril, Bolsonaro se presentó de improviso en un acto masivo convocado contra la cuarentena, donde sus partidarios se hicieron claros llamamientos favorables a un golpe de Estado de los militares. La presencia del presidente cohesionó a sus partidarios —las iglesias evangélicas, los madereros, el sector minero y agropecuario—, pero también incomodó, y mucho, al estamento castrense, estigmatizado por los pecados del pasado.
«Nosotros no queremos negociar nada. Queremos acción por Brasil», señaló entonces Bolsonaro en un discurso que fue condenado por el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, varios jueces del Supremo y dos tercios de los gobernadores. La mayoría de los 27 gobernadores ha decretado confinamientos en sus respectivos estados frente a la oposición presidencial, pero de una forma muy asimétrica. Unos cerraron sus territorios por completo mientras otros permitieron abrir los centros comerciales.
Aquella manifestación de abril fue una provocación de libro, una conducta bastante común de Bolsonaro, un excapitán reconvertido en político parlamentario que sigue soñando, desgraciadamente, con el autoritarismo de antaño y la dictadura militar que en Brasil acabó en 1985 tras dos décadas.
Exministros contra el presidente
Seis exministros de Defensa firmaron una nota de rechazo a los grupos antidemocráticos que defienden que el Ejército se aparte de sus atribuciones constitucionales y protagonice una asonada, cerrando el Congreso y el Tribunal Supremo y tomando las riendas.
Ante este oscuro panorama, el máximo responsable de la cartera de Defensa, el general Fernando Azevedo, tuvo que salir al paso para acallar los rumores golpistas e insistir en que las Fuerzas Armadas brasileñas «están siempre del lado de la ley, el orden, la democracia y la libertad» y que consideran «imprescindible» la convivencia entre los tres poderes, algo que ahora parece difícil de alcanzar.
A finales de abril, el presidente perdió a su ministro-estrella, el magistrado Sergio Moro, quien dimitió como responsable de Justicia, después de denunciar «injerencias políticas» insoportables en sus planes para acabar con la corrupción. Bolsonaro le tachó de ególatra, oportunista e insubordinado. ¿Les suena esa reacción tan intempestiva?
El Ejecutivo de Brasilia lleva meses haciendo aguas. Los choques son cada vez más evidentes y agudos. La pandemia los ha exacerbado. ¿Se hundirá el barco? Moro ha presentado pruebas en las pesquisas abiertas por el Supremo Tribunal Federal contra su antiguo superior.
Los magistrados están examinando si Bolsonaro —que lleva 16 meses al timón— obstaculizó o no una investigación iniciada por la Policía Federal (PF), con el objetivo de proteger a su clan familiar y más concretamente a su hijo Flavio, senador por Río de Janeiro, presuntamente implicado en un asunto de malversación de fondos públicos.
Si prosperara el caso, el jefe del Estado sería acusado de coacción y obstrucción a la justicia, un escenario muy peligroso para su futuro. El líder del Congreso tendría razones de peso para iniciar los procedimientos de un juicio político contra el presidente. No lo ha hecho todavía quizás porque el equipo de Bolsonaro negocia prebendas y nombramientos públicos con un buen número de diputados para que no prospere la votación de destitución que necesitaría los dos tercios de los parlamentarios.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Francisco Herranz – Ha desarrollado su carrera profesional en el diario El Mundo, donde ha sido corresponsal en Moscú (1991-1996), redactor jefe de Internacional y de Edición y editorialista, especialista en Europa del Este y colaborador en varias publicaciones especializadas, desde 2010 es profesor en el Máster en Periodismo-El Mundo de la Universidad San Pablo-CEU.