En la región latinoamericana y caribeña la mayoría de los gobiernos ha dejado al coronavirus prácticamente a su libre albedrío, y, a la gente, desamparada. ¿Qué debe pasar para que la situación se revierta a favor de los más necesitados?
Según los datos acumulados de la OMS en el periodo comprendido del 20 de enero al 3 de junio del presente año, las víctimas mortales por millón de habitantes en Ecuador ascienden a 195, Brasil y Perú (141), México (79), Chile (62) y Bolivia (29), muy lejos se colocan Cuba, Uruguay, Venezuela, Paraguay con cifras de un dígito.
En ese mismo periodo el país con más casos de COVID-19 por millón de habitantes, calculado en base al acumulado total, es Chile, con 5.686 casos, seguido por Perú (5.157), Brasil (2.477), Ecuador (2.291), Bolivia (902), Mexico (725) y Colombia (599), por mencionar algunos.
Las razones de tales resultados son multidimensionales, pero lo que queda claro es que fueron decisiones gubernamentales y por tanto los líderes de dichos gobiernos deberán en algún momento responder por ello.
A pesar de que las cuarentenas establecidas tenían por objetivos encapsular la contaminación evitando su expansión y que los gobiernos tomen tiempo para elaborar respuestas a la crisis, poco se pudo manejar la primera parte, y menos aún la segunda, referida a tomar medidas para evitar el consecuente colapso de los sistemas de salud y las muertes.
La característica generalizada fue, y aún continúa siendo, una pobre capacidad de respuesta a la emergencia, medidas caóticas, incluso rayando la crueldad. Si no, de qué otra forma se puede calificar el hecho de obligar a la gente a quedarse en casa cuando tiene hambre, sin proporcionarles comida.
En algunos casos, como el boliviano, ha sido hasta patético el accionar del Gobierno, que como gran acción convocó a rezar y leer la Biblia, como si eso fuera a detener el virus, mientras la mayoría de la gente sufre y protesta por el hambre y contra los escándalos de corrupción diarios.
Caminos distintos
A nivel global en los datos fríos se ve claramente la existencia de al menos dos enfoques para enfrentar la crisis. La información de que se dispone oficialmente muestra dos caras de la pandemia: por un lado, tenemos a Vietnam junto a Cuba y por otro a EEUU junto a Chile y Brasil. Según los datos de la OMS entre el 20 de enero al 3 de junio del presente año, por cada millón de habitantes Vietnam tuvo cero muertes, frente a EEUU con 317 víctimas mortales.
Así tenemos, por un lado, un sistema que se preocupa y se ocupa de sus ciudadanos y otro donde se abandona a las personas a enfrentar la amenaza mortal con sus exiguos medios.
Cuba que sufre a diario un inhumano bloqueo, con escasísimos recursos ha dado lecciones al mundo sobre lo que es la solidaridad, que no tiene precio sino altísima moral y empatía, frente a EEUU, el país más rico del mundo, que abandonó a su gente a enfermarse y morir, con tanta frialdad, sin que Trump siquiera se despeine.
Dos sistemas opuestos: el primero, que considera al enfermo como un paciente que para ser auxiliado no necesita mostrar la billetera y al frente, y el otro, donde la medicina es una mercancía y el enfermo es apenas un cliente al tamaño de su bolsillo.
En el caso de Rusia, por ejemplo, donde muchos agoreros esperaban un colapso del sistema de salud, eso no ocurrió. Se activó todo el Gobierno de manera planificada para enfrentar la crisis y prestaron especial atención a la evolución de la pandemia en otros países.
Como lo dijera su propio presidente Vladímir Putin: «La Unión Soviética fue destruida, pero el sistema de salud y vigilancia sanitaria y epidemiológica creado en la URSS sigue adelante«. Y esa es la fundamental razón por la que se ha evitado hasta hoy una tragedia mayor.
En Moscú por ejemplo las pruebas clínicas para detectar al COVID-19 son gratuitas y están al alcance de cualquier ciudadano. Asimismo, se hace seguimiento a la evolución de la enfermedad, pero además a los pacientes que se curaron se les paga por el plasma sanguíneo, que es utilizado para salvar otras vidas.
Inmunoterapia pasiva planificada
Valga aquí el momento para hacer un paréntesis y referir sobre una herramienta a la mano, que se está utilizando con cierto éxito y que mientras no exista la tan esperada vacuna contra el coronavirus viene siendo utilizada. Se trata del uso del plasma.
El hecho es que este elemento sanguíneo se extrae de personas que hayan superado el virus, con el cuidado de que no sea portador de otras enfermedades de riesgo, luego de un cierto periodo de tiempo se inyecta en enfermos para reforzar su sistema inmune.
Esta inmunoterapia pasiva podría ser una buena opción siempre y cuando los gobiernos se involucraran seriamente en la realización de análisis para detectar el virus (test), el registro y atención de los enfermos, de modo que se pudiera utilizar el plasma de los pacientes recuperados, de forma segura y ordenada.
Pero en países donde los gobiernos no realizan test y registros, la desesperación y la anarquía está llevando a la gente al extremo de usar las redes sociales implorando donantes de plasma. Esta es apenas una muestra de la caótica situación, cuando esta terapia podría ser utilizada para paliar en algo la tragedia.
La improvisación ahondará el empobrecimiento
La nula preparación de muchos gobiernos está a la orden de día y la situación se vuelve más caótica. Y la gente está no solo cansada de la cuarentena, sino fundamentalmente de los recursos agotados y sin comida, mientras los números de infectados crecen.
En un artículo dedicado a la situación de EEUU, pero que bien puede ser leído para cualquier país latinoamericano, el premio nobel de economía 2001, Joseph Stiglitz, al referirse a las medidas para enfrentar la pandemia del COVID-19 afirma que «esas prioridades deben establecerse con una comprensión de las tres crisis principales que enfrentaba el país antes de la pandemia: una crisis de desigualdad, una crisis climática y una crisis de salud».
Stiglitz lamenta asimismo que «no se puede confiar en la administración, ya sea para establecer las prioridades correctas o para proporcionar asistencia basada en principios de buen gobierno, en lugar de la conveniencia política».
Este es un motivo más que suficiente para que la sociedad, mediante distintos mecanismos de acción, vigile e interactúe en la elaboración de políticas públicas, pues como lo subraya el prestigioso economista, la conveniencia política se antepone a los intereses del bien común.
En otro artículo, el mismo autor afirma que «en ausencia de intervención pública, seguiremos dependiendo de los medicamentos y vacunas que salvan vidas en un sistema impulsado por el monopolio que favorece las ganancias sobre las personas».
Stiglitz hace una importante advertencia (o recordatorio) que asimismo puede ser considerada para nuestra región latinoamericana, cuando dice que «cuando hay una crisis, recurrimos al gobierno, como lo hicimos en 2001 y 2008. Pero durante los últimos cuarenta años, hemos estado subfinanciando al estado, incluido el gasto que nos prepara para crisis y desastres, y eso es hizo que nuestra economía y nuestra sociedad fueran menos resistentes. Además, hemos sido demasiado ‘cortoplacistas’, tanto en el sector público como en el privado».
El premio Nobel 2001 propone algunas prioridades, como la de proporcionar más fondos para el sector público, especialmente para aquellas áreas que están diseñadas para proteger contra la multitud de riesgos que enfrenta una sociedad compleja, y para financiar los avances en la ciencia y más educación de calidad, de la que depende nuestra prosperidad futura.
Asimismo, acota que no se puede predecir cómo será la próxima crisis, solo sabemos que será diferente a la anterior, por lo que debemos estar preparados.
A esta opinión podemos agregar a Yanis Varoufakis, exministro de Economía de Grecia, quien nos advierte que «muchos en la izquierda todavía se aferran a la esperanza de que la crisis del COVID-19 se traducirá en el uso del poder estatal en nombre de los más necesitados. Pero los que tienen autoridad nunca han dudado en aprovechar la intervención del Gobierno para preservar la oligarquía, y una pandemia por sí sola no cambiará eso».
El derecho a un futuro promisorio
¿Acaso permitiremos que la pandemia nos robe la capacidad de desear un futuro mejor?
La pandemia ha desnudado nuestras pobrezas y nos ha mostrado la verdadera cara de muchos hacedores de política, algunos más ineptos que otros. Otros más corruptos que sus vecinos, en tanto que la mayoría de los gobiernos está interesada en defender intereses corporativos. Pero esto no debe enceguecernos.
Hay una necesidad imperiosa de reconstruir las utopías, de buscar una nueva forma de organizar la sociedad que no esté anclada en la explotación irracional de los recursos y menos la explotación humana. Hoy día el consumismo nos fagocita y apenas nos damos cuenta de ello.
El imperante neoliberalismo como sistema se alimenta del caos y la ausencia del estado como defensor de los derechos de los más necesitados. En este sistema quien no tiene capacidad de pago, está fuera del mercado y por tanto fuera del estado, es un paria.
¿Esperaremos pasivamente a que llegue el día D para recién intentar hacer algo? Nuestras sociedades cuentan con suficientes mecanismos para actuar en el marco de la ley y cambiar esta caótica e injusta realidad.
Lo cierto es que los cambios deberían apuntar a mejorar el rol del Estado, a la búsqueda del bienestar de toda la población y no solo de unos pocos. En esto la planificación tiene un papel vital. En una crisis como la actual, es cuando más se requiere del Estado, sólido, como regulador y planificador en el corto, mediano y largo plazo.
Por María Luisa Ramos Urzagaste – Ostentó el cargo de vicecanciller de Bolivia (2017). También ejerció como embajadora de Bolivia en España (2016-2017), embajadora en Rusia (2009-2015) y viceministra de Relaciones Económicas de Bolivia (2006-2007).