El 28 de junio de 1969, se lanzó en Greenwich Village (Nueva York) la primera piedra que inauguraría este “Mes del Orgullo”. Fue en el bar Stonewall, un reconocido lugar de encuentro de la comunidad. Cansades todes de ser objetivo frecuente de redadas policiales, ese día terminó en lo que, en Estados Unidos, denominan riot. Este término nos resulta más específico que su equivalente hispánico (“manifestación”), pues se refiere a una protesta, pero también quiere decir rabia o enojo. Y de eso se trata. Esta primera piedra la lanzó Marsha P. Johnson, afroamericana que, muy acorde a su época (previa a las etiquetas cristalizadas de la política identitaria multicultural), se identificó variablemente como gay, travesti y drag queen. Sin embargo, en 2015, cuando Roland Emmerich adaptó el evento a manera de drama coming-of-age en la película de Stonewall (2015), sus protagonistas fueron mayoritariamente hombres blancos con cuerpos normados, a pesar de que les verdaderes actores de la revuelta se encontraban fuera de cualquier hegemonía racial, sexo-genérica o económica.
En este artículo, queremos recorrer brevemente la historia de la liberación LGBTI+ (usemos esta sigla provisoriamente) en Occidente y sus resonancias en América Latina, a fin de poner en jaque la centralidad aplastante de lOs gays™ en estos movimientos.
La revuelta de Stonewall fue la primera gran piedra desde que los movimientos, hasta ese momento llamados “homosexuales”, fueron reprimidos severamente y retrocedieron varios casilleros de poder simbólico y real a partir del Código Hays en Hollywood (1933) y el ascenso de los fascismos y el nazismo (también en 1933). Hasta esa época, uno podía encontrar en la industria cinematográfica estadounidense a personajes como Mae West (primer prototipo drag queen) o a Marlene Dietrich seduciendo y besando a otra mujer en Marruecos (1930). Por algo, los años 20 fueron considerados, a la posteridad, “locos”. La locura de que una mujer besara a otra. ¡Qué locos!
Desde ese momento, los movimientos de liberación LGBTI+ sufrieron un fuerte revés y comenzaron a sancionarse medidas contra la comunidad. El caso más notable es el de Alemania, que pasó de tener una de las legislaciones más abiertas del mundo a quemar todos los libros que encontraban sobre el tema. Este punto daría para otro artículo.
De esta forma, la comunidad tuvo que cuestionarse hasta sus propias etiquetas. Como mencionamos, estos movimientos fueron descritos como “homosexuales”, aunque en los 40 y 50 pensaron que tenía más decoro decir “homofílicos” y sacar la palabra ‘sexo’ del medio… del medio de una sociedad patriarcal cuya moral victoriana no le permitía ni al varón más hegemónico la verbalización de sus deseos sexuales. Como muestra Paul Preciado en Pornotopía, podemos ubicar la salida al mercado de la Revista Playboy como el primer grito de “liberación sexual”. Pero, como se dijo, ese grito representaba un grupo minoritario (hablando de cantidad de personas) y mayoritario (hablando de capacidad de agencia y de poder): hombres blancos, cisgénero y heterosexuales. La primera edición de la revista sale en 1953. Para 1969, dieciséis años después, realizar actos homosexuales en propiedad privada entre adultes y de forma consentida seguía siendo un delito en los códigos penales.
A este contexto, le podemos sumar un datito más bien coyuntural: el 22 de junio de 1969 fallece la actriz Judy Garland. Recordemos que Judy interpretó a Dorothy Gale en la película El Mago de Oz (1939) y, desde ahí, se inmortalizó cantando Somewhere Over The Rainbow, diciendo que tal vez, más allá del arcoíris, encuentre un lugar de felicidad. Hay quienes aseguran que la bandera gay, con los colores del arcoíris, surge de aquí. Por mucho tiempo, “ser un amigo de Dorothy” fue un código usado por homosexuales para identificarse entre sí sin peligro de represalias. Además, Judy fue constantemente cuestionada por tener amigos abiertamente homosexuales y, para colmo de los colmos, de izquierda. Por lo tanto, era considerada, en el ambiente, una especie de aliada, de figura materna (mother), como lo serían luego Madonna o Lady Gaga.
Y así llegamos al 28 de junio de 1969. Primera piedra, podríamos decir; ya que esa oleada, por suerte, no fue cortada de cuajo como en los 30.
Ahora, por motivos varios (llámese “capitalismo”, llámese “patriarcado” o llámese “supremacía blanca”), los hombres blancos de clases acomodadas empezaron a adquirir un papel central en esta lucha. Y esto no sucedió solo en Estados Unidos, sino también en América Latina. Como aditivo, hay que agregar que una buena parte de estos grupos con hegemonía masculina operaron con lógicas misóginas y transodiantes. De todas formas, a partir de los años 70, las organizaciones volcadas a la causa “homosexual” se replicaron en varias latitudes, alcanzando una masa crítica capaz de disputar poder. Con la vuelta de las democracias en nuestro continente (como algo positivo) y la aparición del VIH (acá nos unió el terror y no el amor), los movimientos de liberación LGBTI+ empezaron a obtener más visibilidad entrados los 80. Debe pensarse como un logro de todos estos grupos ―que, sobra decir, movilizaron a muchas corporalidades más allá del gay™ blanco― que, en 1990, la OMS despatologizara la homosexualidad.
Ya en los 90 empezaron a llevarse a cabo las primeras marchas del orgullo en las grandes urbes latinoamericanas. Un dato es que, por el mencionado VIH, las manifestaciones en el Cono Sur no se hacían con el frío de junio, sino que se realizaban en los últimos meses del año. Estas marchas hablaban de “orgullo GAY”. Y esto queremos poner en cuestión. Si bien la palabra gay etimológicamente quiere decir “feliz”, en el idioma español la palabra remite directamente a hombres homosexuales. Por tanto hubo y hay una clara hegemonía del hombre cis [blanco] homosexual dentro del campo, lo que ignora y oculta otras problemáticas de las vidas disidentes. En el terreno legal, por ejemplo, basta con contrastar cuántos países aprobaron una ley de matrimonio igualitario (dicho sea de paso, muchas veces llamado matrimonio gay) y cuántos países reconocen legalmente la identidad de género para tener un panorama de qué reclamos importan más en el paradigma de la diversidad multicultural.
No obstante, también queremos cuestionar la misma raíz etimológica de lo “gay” como felicidad, que muchas veces (y con más fuerza en tiempos presentes) no es más que la careta de un neoliberalismo “progre” que nos promete un resquicio de la torta siempre que nos asimilemos al mercado con alegría y sin cuestionar el orden. Es el famoso “pinkwashing” (lavado color rosa) del capitalismo. Aquí resuena, nuevamente, el grito queer como denuncia a la norma: “Not gay as in happy, but queer as in fuck you!”[1]. Repensando, un poco a la luz de Gramsci y Foucault, podríamos decir que a las personas del colectivo “LGBTI+” no nos une la “felicidad”; nos une la violencia compartida ante una hegemonía que nos expulsa y trata de dominar. Nos une el hecho de ser disidencias frente al sistema sexo-género-deseo y a la matriz heterosexual, en términos de Butler. Disidencias de una hegemonía en la que no entramos y tampoco deseamos entrar, pero que nos pega todos los días. Y no: no somos “diversos”, no somos “iguales, pero diferentes”; estamos detrás, estamos abajo, tenemos menos posibilidad de agencia y poder y menos probabilidad de ser felices y tener una vida vivible.
La propuesta es dejar de hablar de “Orgullo Gay” y de “Diversidad” para movernos, retomando la propuesta del filósofo argentino Ernesto Laclau, a nuevos significantes que logren aglutinar a todos los cuerpos pisoteados constantemente por el cis-tema (más allá de solo los varones gays™ con capacidad de consumo en el mercado). Es en este sentido que reivindicamos el término “Disidencia” como una nueva posibilidad de nombrarnos sin dejar de reconocer nuestra expulsión (y denuncia) de la norma sexo-genérica. En esta misma revisión crítica, también invitamos a “superar” una política identitaria de las orientaciones sexuales e identidades de género que escapan a la heteronorma, para empezar a pensar un marco de alianzas mayor entre todes les expulsades y desposeídes (donde podríamos incluir movimientos feministas, migrantes, étnico-raciales, decoloniales, desocupades, etc). Esto implica comprender que el poder no es unívoco, sino que se consolida en la intersección e imbricación de distintos sistemas de dominación asociados a ejes como la etnia/raza, la clase, el género, la sexualidad, entre otros. Lo cierto es que, como señala Judith Butler, la subversión efectiva de la hegemonía requerirá que todos los cuerpos expulsados (incluso de sus propios cuerpos) establezcan coaliciones estratégicas orientadas transformar la realidad social.
Esto puede no ser novedad para muches. Pero, para quien lo sea: bienvenide.
[1] No gay como feliz, sino queer como “¡jódete!”.
LA OPINIÓN DE LOS AUTORES NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Ramiro Garzaniti – Lic. En Psicología; Docente e Investigador UNLP, Argentina. y Lic. en Filosofía Ernesto Navarro Martínez.