Ronda un fantasma. Tras la pandemia, nuestro país será más desigual, menos seguro e incierto que antes de octubre del 2019. La posibilidad que Chile viva “nuevos estallidos sociales” tras el fracaso sanitario de la pandemia es una amenaza latente. Nadie puede decir que esta vez no se vio venir.
Si ya el país que parió el estallido social del 18-O hablaba de injusticias, abusos y desigualdad, el de hoy lo hace con heridas mayores.
Con una tasa de desempleo que ya supera el 11% a nivel nacional, con un 75% de los hogares y 11, 5 millones de personas endeudadas, con territorios vulnerables donde el narco está volviendo a crecer a costa de la ausencia estatal y obsesivas lógicas de castigo hacia los más vulnerables, e indicadores sociales que empeoran día a día, el pueblo empobrecido, endeudado, con miedo y en algunos casos hambriento, tendrá razones de sobra para estallar una y otra vez en nuevas protestas sociales.
Frente a la crisis actual el Gobierno ha optado por un plan para la clase media que los desprotegerá todavía más al seguir endeudándolos.
Para muchos lo único concreto sigue siendo una caja de mercadería que todavía no llega. Los chilenos no solo tendrán menos trabajo, sino que además deberán más frente a un Estado que operará como un banco. La incapacidad de entregar ayuda real a quienes más lo necesitan sigue siendo ocultada bajo una puesta en escena.
Si bien por ahora no es mucho más lo que podemos esperar de esta administración, es predecible que la respuesta gubernamental frente a eventuales estallidos sociales sea peor a la que vimos hace solo meses.
Así, se iniciarán múltiples réplicas que pueden dar paso a más violencia e incertidumbre. Con todo, la diferencia podría estar en que, al mantener los actuales grados de control y estado policial, se volverá a aislar la protesta en la marginalidad.
El uso de policías, y eventualmente de las Fuerzas Armadas, como fronteras de control social, darán paso a recurrentes procesos de tensión y choque, que una vez que estallen por tercera, cuarta o quinta vez, irán aumentando progresivamente su complejidad e impacto.
El rol que la oposición debería cumplir se hace más necesario y relevante al ver la sostenida incapacidad del Gobierno en abordar los problemas sociales y particularmente este conflicto en ciernes.
Hoy, como alma en pena, la oposición sigue levitando sobre un mal diseño político que no logra convocar a la unidad.
Los partidos y sus dirigentes continúan pensando que la articulación en el Congreso les permitirá impactar en lo político, mientras algunos siguen subestimando los intentos que la derecha más dura articula para impedir el plebiscito, y en consecuencia, una nueva Constitución.
Este es un error táctico desgastante que no solo impide la transversalidad y amplitud del diálogo necesario para incluir a los actores sociales en un esfuerzo unitario, sino que, además, está entregando en bandeja la oportunidad de cambiar las reglas del juego.
El desafío es entonces impulsar la unidad desde afuera del Parlamento, sin la presión de un debate sobre leyes o indicaciones que terminan por reducirse en negociaciones que al estar atadas a múltiples transacciones legislativas terminan en tibias acciones. Hay que ponerse al servicio de la construcción de un modelo alternativo a lo que hemos venido haciendo.
Urge que logremos aglutinar y articular fuerzas para responder al país con una alternativa común, que construya esperanza en torno a ideas y proyectos compartidos, que forjen una nueva alternativa para ser gobierno.
Se hace entonces urgente definir los mínimos comunes, poner agendas personales de lado y retornar a los territorios.
Esto último con humildad, como articuladores de movimientos muchos más grandes, y que hoy ya tejen en silencio una resistencia social que perfectamente puede parir múltiples estallidos o dar luz al nuevo Chile más justo e igualitario que merecemos.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Eduardo Vergara