Por Francisco Herranz | ¿Por qué ese gran interés de Macron por el Líbano?

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha visitado el Líbano por segunda vez en menos de un mes tras las dos terribles explosiones que sacudieron el puerto de Beirut. ¿A qué se debe tanto interés?

Macron se presentó, la primera vez, en tierras libanesas el pasado 6 de agosto, dos días después de que un almacén que contenía desde hacía años 2.750 toneladas de nitrato de amonio —un fertilizante muy inestable que se usa para hacer explosivos— saltara por los aires, matando a 190 personas, hiriendo a otras 6.500 y dejando sin hogar a 300.000 ciudadanos.

La detonación, una de las explosiones no nucleares más grandes de la historia, es consecuencia de la corrupción, la codicia y la incompetencia de los políticos, y ha agravado el colapso de la economía libanesa.

El coste de los daños materiales provocados por las explosiones varía entre los 3.800 millones y los 4.600 millones de dólares, mientras que el perjuicio económico asciende a 2.900 millones-3.500 millones de dólares, según una estimación del Banco Mundial. En total, un mínimo de 6.700 millones de dólares y un máximo de 8.100 millones de dólares.

La formación de un nuevo gobierno

Después de aterrizar el lunes 31 de agosto, Macron se reunió en la ciudad costera de Antelias, al norte de Beirut, con la actriz y cantante Fairuz, una de las pocas figuras del Líbano que es admirada por todo el espectro multiconfesional. Fairuz, de 85 años, es famosa por su privacidad y rara vez aparece en público, pero a lo largo de su dilatada carrera ha despertado innumerables fans por sus canciones sobre el amor y sobre la belleza de su atribulada nación natal.

Karim-Émile Bitar, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad San José de Beirut, describe a Fairuz como «posiblemente la figura libanesa más icónica, digna y consensuada». Nadie discute que ella es la cantante femenina más aclamada del mundo árabe después de la egipcia Umm Kalzum, fallecida en 1975. Pero tampoco se le escapa a nadie que esa entrevista adquiere un tinte publicitario que beneficia al Elíseo.

Oficialmente, el propósito de la visita del jefe del Estado francés era obvio: conseguir que se den las condiciones para la formación de un nuevo gobierno que sea capaz de llevar a cabo las tareas imprescindibles de reconstrucción y reformas. Los cambios son urgentes en los sectores eléctrico y bancario, así como en el mercado público que actualmente es demasiado opaco, lo que favorece las irregularidades.

Desde la colosal explosión, París ha dirigido el esfuerzo global para apoyar al pueblo libanés, incluyendo la organización, el pasado 9 de agosto, de una conferencia internacional en cooperación con Naciones Unidas, donde más de 15 jefes de Estado participaron virtualmente y se comprometieron a donar más de 295 millones de dólares.

Papel de metrópoli

La meta de Macron, declarada a la prensa, apunta a no dejar al Líbano «en manos de las vilezas de las potencias regionales» (una alusión clara a Arabia Saudí —musulmanes suníes— e Irán —chiíes—) y evitar que el país de los cedros caiga en una nueva guerra civil.

El objetivo no declarado es controlar el proceso de transformaciones y, en consecuencia, ser el factótum del Líbano para así poder mantener esa importante cabeza de puente que garantiza sus intereses políticos y comerciales, no solo en el Mediterráneo Oriental, fuente de nuevos/viejos conflictos, sino también en Oriente Medio, epicentro de guerras continuas.

La pelea de Francia pasa en realidad por mantener allí su papel privilegiado de antigua metrópoli colonial, un rol por el que es acusada de injerencia, incluso dentro de sus fronteras, pero que es bien recibido por las principales fuerzas cristianas libanesas, aquejadas de una crisis que no es solo socioeconómica sino también existencial. París es un amigo, pero interesado. No lo olvidemos.

El dirigente galo ya pidió, el 6 de agosto, un «gran cambio» que no solo afecte a determinados sectores productivos sino también a las propias estructuras del país. La idea final es la proclamación de un estado laico en el Líbano. Según el complicado sistema político multiconfesional libanés, el primer ministro debe ser un musulmán suní pues la Jefatura del Estado está reservada a un cristiano maronita (Michel Aoun) y la Presidencia del Parlamento a un musulmán chií (Nabih Berri).

Un estado laico

El veterano Aoun declaró, el domingo 30 de agosto, que «solo un Estado laico es capaz de proteger el pluralismo, preservarlo transformándolo en verdadera unidad». Hasta ahora, Aoun no había atendido las reivindicaciones del movimiento de contestación libanés que surgió en octubre de 2019. Las protestas callejeras no sólo demandan cambios profundos, sino que atacan la desidia y la ineptitud de los políticos.

Aoun se comprometió a «pedir un diálogo entre las autoridades religiosas y los dirigentes políticos para encontrar una fórmula aceptable para todos», que probablemente implicará una reforma constitucional. El otro gran actor político libanés, el líder del grupo chií Hizbulá, Hasán Nasralá, también se mostró inclinado a abrir el melón de un nuevo «pacto político». Esperemos que esas palabras se conviertan en hechos.

El Líbano debería renunciar cuanto antes a las restricciones que le impone el actual sistema confesional, fruto de una larga y devastadora guerra civil (1975-1990). Esa estructura fallida, sumada a los fuertes intereses creados en estos años —clientelismo y corrupción—, hace muy difícil que se acometan en serio las reformas necesarias y se renueve la clase política.

El nombramiento del poco conocido tecnócrata Mustafá Adib como nuevo primer ministro, aceptado por Hizbulá, es solo un pequeño paso para salir del abismo porque la formación del nuevo Gobierno llevará meses de negociación y el país está a punto de convertirse en un Estado fallido como lo son Libia o Yemen.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN