Los peligrosos delirios de Trump de que las elecciones presidenciales fueron fraudulentas constituyen un enorme perjuicio y quizás irreversible para la credibilidad de la democracia estadounidense. El evidente intento del jefe del Estado de no respetar la voluntad de los votantes tendrá consecuencias muy duras en el futuro.
El recorrido de esta estrategia alucinante ha sido corto, porque Joe Biden será elegido como el presidente número 46 de Estados Unidos por los compromisarios del Colegio Electoral que se reunirán el próximo 14 de diciembre. Pero el daño está hecho.
La primera intentona de esta cruzada tuvo como objetivo Pensilvania. Lo que pretendían los republicanos es que se bloqueara la certificación de los resultados electorales de este estado de Nueva Inglaterra, aunque no hubiera indicios de pucherazo. El Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, rechazó esa petición el martes 8 de diciembre y de esa forma abofeteó la tesis de Trump y sus acólitos que pensaban que los tres jueces que había nombrado tiempo atrás se iban a plegar a sus intenciones. También quedó claro que las manías conspiratorias pueden emocionar a las bases populistas del presidente y a sus propagandistas en los medios de comunicación, pero no han penetrado en los tribunales de justicia.
El zarpazo definitivo que sepultó la verborrea de Trump llegó un par de días después, el viernes 11 de diciembre, cuando el Supremo también desestimó una demanda impulsada desde Texas por el fiscal general de ese estado feudo republicano, con el apoyo presidencial, para anular los resultados de cuatro estados: Georgia, Michigan, Wisconsin y Pensilvania.
Este segundo fallo aplastó en gran medida las esperanzas alucinantes que aún tenía el inquilino de la Casa Blanca de revertir su derrota del pasado 3 de noviembre. En general el veredicto del Supremo alegó que Texas no tenía razones para cuestionar la forma en que otros estados conducen las elecciones. Este parece ser el último clavo del ataúd de esta insólita campaña auspiciada para cambiar el triunfo del candidato demócrata Joe Biden. La iniciativa del fiscal general Ken Paxton contaba con el respaldo de 19 fiscales de estados republicanos y de 125 diputados republicanos de la Cámara de Representantes, incluido el líder de la minoría Kevin McCarthy. Paxton alegaba que Biden ganó gracias a «papeletas ilegales» en dichos territorios por la flexibilidad de las normas del voto anticipado y por correo, dos opciones impulsadas por el azote de la pandemia. El fiscal texano solicitaba que fueran las cámaras legislativas de estos estados las que otorgasen su correspondiente voto final.
El importante número de congresistas federales que suscribieron la demanda fallida de Paxton evidencia el alcance de la fractura actual que sufre el Partido Republicano. No todos están ya en este barco e incluso algunos medios abiertamente republicanos como la cadena de televisión Fox News admiten la derrota de Trump y llaman a Biden «presidente electo».
La última parada de este tren de largo trayecto es el Colegio Electoral, que en realidad no se reúne como un órgano único. Sus delegados o compromisarios se congregan el día 14 —»el primer lunes del segundo miércoles del mes de diciembre siguiente a su nombramiento»— en sus respectivas capitales, donde votan y se certifica su votación, enviando el documento a distintas instancias. Tras las reuniones se convoca una sesión conjunta del Congreso donde se contarán los votos y se declararán los ganadores de las elecciones. La sesión verá la luz el próximo 6 de enero de 2021.
El Colegio Electoral cuenta con 538 «electores». Gana quien logra 270. Biden obtuvo 306 frente a los 232 de Trump. Lo cierto es que este Colegio Electoral es un método arcaico y menos democrático que el voto popular directo. De hecho, viola el principio de una persona, un voto. Por eso, un presidente puede ser elegido sin haber ganado el voto popular. Eso ya ocurrió en 1876, 1888, 2000 (George Bush hijo ganó a Al Gore) y 2016 (Trump venció a Hillary Clinton). Este sistema indirecto no es equitativo porque, debido a la distribución de los compromisarios, el voto de los ciudadanos de estados con poca población tiene proporcionalmente más peso que el de los más poblados.
La última maniobra casi a la desesperada que le queda al equipo de presidente es proponer que los compromisarios del Colegio Electoral no acaten la voluntad popular con el argumento legal de que en teoría son libres de votar a cualquier ciudadano que pueda ser presidente. Eso ya pasó en 2016 cuando en el estado de Washington, en vez de votar por Clinton, algunos delegados votaron por el exsecretario de Estado Colin Powell. El caso llegó al Supremo, cuyos jueces sentenciaron en el verano pasado que los estados pueden penalizar a los compromisarios que no cumplan con la costumbre que viene a estipular que el «ganador se lo lleva todo».
El escenario que ha generado Trump y sus asesores legales se antoja muy vergonzoso, incluso hasta para los adalides defensores del American way of life. Para Ben Ginsberg, abogado ya retirado que representó los intereses del Partido Republicano en muchos pleitos, Trump «pone bajo una enorme prueba de presión a nuestra democracia«, al cuestionar el proceso electoral y poner en riesgo la seguridad de innumerables funcionarios.
«Es la primera vez en la historia de Estados Unidos que un presidente habla de fraude de la forma que él lo hizo», dijo Ginsberg. «Los republicanos que siguieron a Donald Trump realmente tienen la obligación ahora de hacer que el país vuelva a ser fuerte, de curar las grietas que intentó poner en los cimientos y la democracia», manifestó en una entrevista.
Ginsberg escribió en septiembre en el diario The Washington Post que «la verdad es que después de estar décadas buscando votos ilegales, no hay pruebas de un fraude generalizado. A lo sumo, hay incidentes aislados, tanto de demócratas como de republicanos. Las elecciones no fueron amañadas. Las papeletas de voto ausente utilizan el mismo proceso que las de envío por correo: diferentes estados utilizan diferentes etiquetas para el mismo proceso».
Las palabras de Ginsberg resuenan muy evocadoras pues reflejan la profundidad de la crisis sistémica que atraviesa Estados Unidos, donde la polarización política ha alcanzado cotas preocupantes.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Francisco Herranz – Ha desarrollado su carrera profesional en el diario El Mundo, donde ha sido corresponsal en Moscú (1991-1996), redactor jefe de Internacional y de Edición y editorialista, especialista en Europa del Este y colaborador en varias publicaciones especializadas, desde 2010 es profesor en el Máster en Periodismo-El Mundo de la Universidad San Pablo-CEU.