Se cumple un nuevo aniversario del alzamiento armado que instauró la última dictadura cívico-militar en Argentina, que ejecutó un plan sistemático e institucional de terrorismo de Estado, desaparición de personas y apropiación de bebés, apoyado por la Iglesia católica, grupos económicos, las élites y el Gobierno de EEUU.
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La madrugada del 24 de marzo de 1976, las fuerzas armadas argentinas tomaron control de los medios de comunicación estatales para anunciar masivamente el golpe de Estado, el estado de sitio y la ley marcial, además de advertirle a la población sobre los riesgos de no acatar sus directrices.
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Durante esa misma jornada, cientos de trabajadores, estudiantes, líderes sindicales y militantes políticos fueron secuestrados por las fuerzas de seguridad, evidencia del nivel de preparación y anticipación de lo que sería tan solo el primer movimiento de la peor era de terror y oscurantismo que vivió Argentina, y que duraría hasta diciembre de 1983.
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«No menos de ocho, nueve meses antes, el golpe ya estaba definido, sobre todo cuando se aseguró la jefatura del Ejército el general Jorge Rafael Videla. La dictadura tenía objetivos pero no plazos, y los militares se prepararon para un largo ejercicio del poder para, esta vez sí, clavar el puñal hasta el hueso. Los militares sabían que iban a matar mucha gente», dijo a Sputnik el historiador argentino Hernán Camarero.
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El investigador y docente universitario destacó que las cúpulas militares aseguraron primero el consenso de las élites burguesas, los grandes grupos económicos, la Iglesia católica y el visto bueno de la Embajada de EEUU.
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Buscaban exterminar tanto política como culturalmente a quienes el poder denominaba entonces como subversivos, opuestos a un modelo de sociedad occidental, conservadora, blanca y cristiana, además de instalar a fondo el modelo económico neoliberal, a diferencia de un capitalismo nacionalista, proteccionista y redistributivo.
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«La represión se realizó a lo largo y ancho de todo el país, por eso se prepararon más de 300 campos y centros de concentración, tortura y exterminio. No se armó de un día para otro, había un plan sistemático, no hubo excesos accidentales», enfatizó.
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Se persiguió, secuestró, torturó y desapareció no solo a los combatientes de agrupaciones guerrilleras de inspiración marxista, que eran pocos en cantidad y que ya operaban en la clandestinidad por su oposición al ala conservadora del Gobierno constitucional derrocado.
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El objetivo eran sobre todo los activistas sindicales y militantes de izquierda y del peronismo, el principal movimiento político popular argentino, que representaron el grueso de los 30.000 desaparecidos que produjo el terrorismo de Estado.
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«Se los derrotaría con las nuevas técnicas que los militares empezaron a proponer: el método de secuestro ilegal y clandestino, para no declararlo y que el Estado apareciera como no responsable, para ganar tiempo y evitar la solidaridad de la sociedad», resaltó Camarero.
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Memoria, Verdad y Justicia
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Las Madres de Plaza de Mayo comenzaron a reunirse en este espacio, frente a la sede del Poder Ejecutivo nacional, el sábado 30 de abril de 1977, poco más de un año después del inicio de lo que se denominó institucionalmente como Proceso de Reorganización Nacional, para reclamar la aparición de las personas abducidas por los brazos ejecutores del terrorismo de Estado.
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«Durante esa época, quienes sobrevivieron a la represión ilegal y los organismos de derechos humanos, que existían desde antes o que se crearon durante la dictadura, comenzaron a denunciar. Lo intentaron ante el Poder Judicial y también hicieron denuncias internacionales, un trabajo muy persistente y documentado, que probaba la intervención del Estado en estos delitos», dijo a Sputnik Sol Hourcade, coordinadora del equipo de Memoria, Verdad y Justicia del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), fundado en 1979.
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El casino de oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) fue el centro clandestino de detención, tortura, exterminio y apropiación de niños y niñas más emblemático del período de terror entre 1976 y 1983.
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Por la ESMA pasaron cerca de 5.000 desaparecidos, pero solo sobrevivieron unos 500. Desde allí eran llevados a los «vuelos de la muerte», donde los detenidos ilegalmente eran inyectados con sedante pentotal, cargados a un camión que los llevaba a un aeródromo militar, se les ataban pies y manos y eran arrojados todavía con vida al Río de la Plata desde aviones Skyvan, que cuentan con grandes compuertas traseras.
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En ese mismo centro nacieron casi 40 niños y niñas. Este método de secuestro, tortura y apropiación se replicó en alrededor de 300 sitios de detención clandestinos en todo el territorio nacional, con complicidad de sectores eclesiásticos, que delataban a los perseguidos y ayudaban a ubicar a los bebés robados, así como de empresas privadas, todavía impunes en su gran mayoría.
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Hasta la actualidad, 130 personas recuperaron su identidad gracias al esfuerzo incansable de las Abuelas de Plaza de Mayo y otras agrupaciones de derechos humanos, sobrevivientes y familiares de las víctimas.
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Los organismos lograron que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) viniera a Argentina en septiembre de 1979 cuando la presión internacional por las atrocidades que ocurrían en el país eran un secreto a voces. Durante casi dos semanas, la CIDH recibió más de 5.000 denuncias de violaciones, evadiendo los intentos del Gobierno militar para dificultar su trabajo.
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Las infraestructura de la tortura y desaparición de personas fue desmantelada por los militares al término de la dictadura. Los archivos en los que se llevaba cuenta de los detenidos y su destino (liberación o muerte) nunca fueron encontrados. La desclasificación de documentos secretos de la antigua Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) argentina es uno de los reclamos todavía vigentes de los organismos.
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Antecedentes al golpe
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«El golpe de 1930, que derrocó al primer presidente democrático, Hipólito Yrigoyen, inauguró un gobierno militar y se tornó en una práctica muy recurrente. Las fuerzas armadas tendieron a fortalecerse mucho como estructura burocrática y a concentrar una parte del presupuesto muy grande. Los militares se acostumbraron a intervenir ante las recurrentes crisis políticas con mucha frecuencia», comentó el historiador.
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Juan Domingo Perón, militar de carrera, nacionalista y católico, llegó a la presidencia en elecciones libres en 1946 gracias al apoyo popular de la clase trabajadora y los sindicatos, fortalecidos inicialmente cuando él era ministro de Trabajo, y enfrentado con los intereses de los estratos sociales altos y medios.
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El líder político gobernó democráticamente el país hasta 1955, un período que destacó por el fortalecimiento de las leyes de protección a la clase obrera, la ampliación de derechos, el voto femenino, y el impulso industrialista y proteccionista. Fue destituido por un golpe cívico-militar burgués autodenominado Revolución Libertadora, que lo llevó al exilio y que prescribió su nombre y partido durante 18 años.
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La democracia intervenida, es decir, sin la posibilidad de participación del peronismo, regresó en dos ocasiones: en 1958, con la llegada a la presidencia de Arturo Frondizi, quien será depuesto por un nuevo golpe en 1962; y en 1963, con la asunción de Arturo Ilia, destituido en 1966 por la dictadura del general Juan Carlos Onganía, autodenominada Revolución Argentina, antecedente directo del régimen militar que inició en 1976.
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«Los golpes del 66 y 76 se prepararon para instaurar nuevos regímenes de larga duración y gobiernos de facto sumamente autoritarios, sacar a los políticos de la escena para que administraran los perfiles técnicos bajo el ala militar y derrotar a la subversión que se expresaba en la permanente conflictividad, con un movimiento obrero muy organizado y combativo, con un movimiento estudiantil politizado, y también marcado por las vanguardias artísticas, que corrompían los valores de la sociedad occidental cristiana», describió Camarero.
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El proyecto dictatorial personalista de Onganía colapsó en 1970, luego de la masiva insurrección popular conocida como Cordobazo, en la que trabajadores, universitarios y vecinos resistieron la represión de la Policía y el Ejército, en mayo de 1969, y del asesinato del expresidente de facto Pedro Eugenio Aramburu (1955-1958) por parte de Montoneros, la agrupación guerrillera urbana que representó la radicalización de la Juventud Peronista.
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Argentina se encontraba a inicios de la década de 1970 en un momento de extrema inestabilidad y violencia política, marcado por el endurecimiento de la represión, la recurrencia de las interrupciones militares a la democracia y la profundización de un modelo económico neoliberal, en un contexto mundial del enfrentamiento ideológico propio de la Guerra Fría.
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El presidente de facto Alejandro Lanusse (1971-1973), convocó a elecciones y permitió por primera vez en casi dos décadas la participación del peronismo. Perón regresó a Argentina ese año preparado para ganar las elecciones, pero las internas en el movimiento eran irreconciliables y fueron teñidas de tragedia.
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Se produce la ruptura definitiva entre el ala conservadora del peronismo, representada por la burocracia sindical y el empresariado afín, y las juventudes de izquierda, a quienes el líder soltó la mano explícitamente cuando los expulsó de un acto masivo de la Plaza de Mayo, centro cívico de la capital argentina y sitio emblema para la mitología del movimiento popular.
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Perón ganó las elecciones y asumió nuevamente la presidencia en octubre de 1973, pero murió meses más tarde, en julio de 1974, dejando a cargo del Ejecutivo a su esposa y vice, María Estela Martínez de Perón, conocida como Isabel, una figura carente de peso político.
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La virulencia entre las corrientes del movimiento se instalará en los años siguientes. José López Rega, mano derecha de Perón y ministro de Bienestar Social, creará la Alianza Anticomuninista Argentina, la triple A, un grupo terrorista paramilitar encargado de perseguir y asesinar a militantes del peronismo de izquierda, que ya habían regresado a la clandestinidad.
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La guerra sucia será la justificación que usará la Junta Militar para tomar el poder por la fuerza una vez más. Argentina era entonces el único país de Sudamérica con un sistema democrático en marcha.
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El golpe fue planificado en el marco del Plan Cóndor, un sistema clandestino de coordinación represiva en Latinoamérica promovido por el Gobierno de EEUU como parte de su Doctrina de Seguridad Nacional.
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Democracia e impunidad
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El 10 de diciembre de 1983, el régimen militar, debilitado tras la derrota contra el Reino Unido en la Guerra de Malvinas, que se llevó adelante en 1982, se vio obligada a entregar el poder sin condiciones.
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«Los organismos de derechos humanos, en 1983, se opusieron a una ley de autoamnistía de la Junta Militar y lograron que con el regreso de la democracia se derogara. Cuando el presidente Raúl Alfonsín [1983-1989] ordenó la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas [Conadep], colaboraron activamente aportando personas para que puedan recopilar testimonios así como remitiendo toda la documentación que tenían en su poder acerca de las víctimas», describió Hourcade.
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Durante el primer Gobierno desde el regreso a la democracia, se realizó el juicio a las Juntas Militares, en 1985, pero también se sancionaron dos leyes que aseguraron la impunidad de la inmensa mayoría del aparato militar.
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La Ley de Punto Final, de 1986, estableció la prescripción contra los imputados como autores de haber cometido el delito de desaparición forzada durante la dictadura que no hubieran sido llamados a declarar antes de los 60 días a partir de la fecha de promulgación.
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Durante la Semana Santa de 1987 se produjo el primer levantamiento militar pos recuperación democrática, encabezado por el comando de Carapintadas. Como resultado, se aprobó la Ley de Obediencia Debida, que eximía de responsabilidad penal a los militares de grado inferior al de coronel por haber actuado en subordinación a la cadena de mando, siempre y cuando no estuvieran acusados de apropiación de menores.
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El expresidente Carlos Saúl Menem (1989-1999), indultó por decreto a más de 1.200 personas involucradas en los juicios posteriores a la dictadura, incluidos todos los jefes militares que no habían sido ya beneficiados por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, así como los líderes carapintadas que se habían sublevado.
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En diciembre de 1990, se produjo el último levantamiento carapintada, que terminó por definir la impunidad a oficiales por los delitos de lesa humanidad y terrorismo de Estado durante el gobierno militar, pero también provocó la reforma que licuó el poder, el presupuesto y la influencia política a las fuerzas armadas.
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El expresidente Néstor Kirchner (2003-2007) impulsó la reapertura de las causas a los responsables del terrorismo institucional durante la dictadura, el Congreso nacional lo transformó en una política de Estado al derogar las leyes de impunidad y la Corte Suprema las dictó como inconstitucionales, además de confirmar como imprescriptibles los delitos de lesa humanidad.
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«Se ha condenado a más de 1.000 personas desde 2003 pero el proceso de justicia por los delitos de la dictadura no está cerrado. Actualmente se están llevando a cabo muchos juicios para determinar las responsabilidades de las personas que cometieron delitos de lesa humanidad. No estamos hablando solamente de algo que pasó hace 45 años, son hechos gravísimos: si la persona está desaparecida es un delito que está ocurriendo», concluyó la referente del CELS.
Francisco Lucotti – Formado en comunicación y periodismo, redactó crónicas sociales y artículos explicativos para desmenuzar las complejidades y pasiones de la realidad argentina, con una mirada empática y alejado de las polarizaciones simplistas al abarcar los fenómenos políticos, económicos e históricos.