Por Marcela Vargas | “El lenguaje crea incomodidad”. A propósito de lenguaje inclusivo, violencia machista y ortodoxia de la palabra

Hace unos días, dos diputados de “Chile Vamos” ingresaron un proyecto para prohibir el lenguaje inclusivo en etapa escolar. ¿Qué hay detrás del temor al “todes”, al uso de la X? ¿Por qué ahora?

Entre los diputados que llevan adelante la iniciativa se encuentra Harry Jurgensen Rundshagen, electo por el distrito 25, hijo de Harry Jurgensen Caesar, otrora intendente de la región de Los Lagos, y hoy constituyente por el mismo distrito. El argumento es contra las ideologías, que de acuerdo con sus palabras “contaminan mediante el lenguaje la educación de los niños y adolescentes”, tomando como ejemplo Francia, país que prohibió hace unos días la utilización del lenguaje inclusivo en las escuelas porque sería un obstáculo para la lectura y la comprensión de la escritura, sobre todo para otros grupos objetivos de la categoría “inclusión”.

Como si no fuera ideológico el currículum oculto (y no tanto) marcadamente sexista presente en la decisión de no educar en sexualidad. Justamente lo que abrió la revuelta de octubre fue la posibilidad de debatir respecto a cómo pensamos el modelo educativo. Debatir, no imponer desde la in-comodidad parlamentaria. Debatir con las comunidades involucradas, con las infancias y la juventud desde las aulas, desde el profesorado, pero también en el entorno que circunda la escuela: madres, padres, personas al cuidado.

¿Hablarán Harry Jurgensen y Cristóbal Urruticoechea como apoderados? Al menos sabemos que no son docentes conflictuados. Porque no podemos negar que el lenguaje inclusivo genera tensiones en el mismo profesorado. Y qué decir entre el estudiantado. El lenguaje inclusivo es motivo de mofas por redes sociales, o de interpelaciones por su poca “practicidad”, en un presente de cada vez menos palabra, no solo por el confinamiento pandémico, sino la hipervirtualización de la vida, sintetizada, en algunos casos, en emoticones.

Acá no decimos que el lenguaje inclusivo vendría a solucionar problemas como la violencia de género o la invisibilización de grupos de personas, pero sí es un gesto político, militante, que enriquece los debates críticos del esencialismo biológico, y repensar instituciones como la Real Academia Española, promotora, diría Pierre Bourdieu, de una arbitrariedad cultural dominante de la palabra. Un gesto que incomoda, que tensiona, pero que en tanto incomodidad y tensión, nos plantea urgencias, sobre todo desde los mismos grupos a los que por mucho tiempo se les llamó “minorías”.

En países como Argentina, con una Ley de Educación Sexual Integral (LESI) desde 2006, los debates por el lenguaje inclusivo han llegado hasta los espacios de formación docente, donde al mismo tiempo son cada vez más, sobre todo jóvenes, quienes han insistido en la palabra y en la escritura con una X o una e. Incluso existen universidades que permiten lenguaje inclusivo en las producciones académicas y en la comunicación institucional. Está bien, pero es un país que demuestra que no basta la inclusión en el lenguaje si no hay transformaciones infraestructurales profundas, donde la educación sea entendida desde la afectividad, la corporalidad, la diversidad.

Nuestro país aún no cuenta con una Ley de Educación Sexual Integral, pero habemos quienes esperamos que eso pronto ocurra. Las propuestas han sido levantadas desde el profesorado y estudiantado feminista.  Sin embargo, han sido detenidas justamente en el parlamento, con argumentos conservadores que plantean la educación sexual como un problema privado, de las familias, y no público, de la sociedad en su conjunto.

Por esta razón, el lenguaje es uno de los frentes con los que imaginar las relaciones sociales en su complejidad, en su diversidad identitaria. Que una X, una e, sea posibilidad reflexiva, donde se abra la discusión respecto a cómo queremos ser nombradas, nombrados, nombradxs. La X no viene a reemplazar a la A, ni a la O, sino que viene a recordarnos que el género es una construcción histórica, que por mucho tiempo ha condicionado nuestra forma de relacionarnos, de vernos, de sentirnos, y que es necesario escuchar a quienes, desde la trinchera no binaria, disidente, combaten también la misoginia y la censura. Tal como lo hicimos -y seguimos haciendo- las mujeres, para combatir el lenguaje sexista, a incomodar con el lenguaje.

“Algunas de las reflexiones de este texto se vinculan al proyecto “De la calle al aula. Discursos y prácticas en torno a la educación no-sexista en carreras de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Austral de Chile”, financiado por Plan de Fortalecimiento de la Formación Inicial Docente (FID), Universidad Austral de Chile.”


LA OPINIÓN DE LA AUTORA NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN

Mg. Marcela Vargas – Subdirectora de la Escuela de Historia y Ciencias Sociales y académica del Instituto de Historia y Ciencias Sociales de la UACh.