Columna de J. Patrice McSherry | ‘Golpe en Uruguay, junio de 1973’

El año 1973 fue sangriento no sólo en Chile. Tres meses antes del golpe del 11 de septiembre hubo otro golpe brutal, en Uruguay, un país—como Chile—que tenía una larga historia de gobiernos constitucionales. Ahora es un momento oportuno, después de 50 años, para reflexionar sobre los golpes de Estado que alteraron abruptamente la vida de millones de latinoamericanos.

Las fuerzas armadas uruguayas no habían sido represivas ni tampoco muy importantes en el país. La sociedad gozó de una vida bastante tranquila y democrática—aunque con limitaciones –y leyes progresistas, hasta la década de los 50. Surgió una crisis económica en los 1950, sin embargo. Simplificando una situación compleja, la economía sufría de las importaciones extranjeras, la falta de modernización en las grandes fincas y las nuevas políticas neoliberales. Los obreros estaban más y más perjudicados. En 1968, después de varias huelgas y protestas por la caída de la calidad de la vida, el presidente derechista Jorge Pacheco declaró el estado de emergencia. Invocó las ‘Medidas Prontas de Seguridad’, amparadas bajo la Constitución, que notoriamente limitaban los derechos civiles y políticos. Impuso una forma de ley marcial. La tortura apareció en estaciones de la policía. La Confederación de Trabajadores, CNT, llamaba a huelgas en oposición a las políticas de Pacheco, y el presidente respondía con más represión. En una manifestación en 1968 un estudiante llamado Líber Arce fue asesinado en una balacera policial, causando una protesta pública. Como se dice en “Nunca más” (un informe sobre la dictadura y sus crímenes de lesa humanidad) los uruguayos rechazaban cada vez más las medidas autocráticas de Pacheco, las que violaban «una serie de derechos y garantías profundamente arraigadas en la sociedad uruguaya, como la inviolabilidad del hogar, el principio de habeas corpus, la garantía del debido proceso, la libertad de prensa, el respeto por la legitimidad de las decisiones parlamentarias…y los límites en las funciones policiales».

Foto Arton

En junio de 1973 el presidente civil Juan María Bordaberry, aliado con las fuerzas armadas, declaraba en la radio y televisión la disolución del Parlamento, lanzando la dictadura cívico-militar. Los uruguayos llenaron las calles en una protesta general, pero sus valientes esfuerzos no pudieron detener las fuerzas del autoritarismo y represión. Muy pronto, Uruguay tenía el número más alto de prisioneros políticos per cápita en América Latina. La tortura era de rutina. Testificando en 1976 ante el Congreso de Estados Unidos sobre la dictadura en Uruguay, el profesor estadounidense Martín Weinstein pintó un cuadro sombrío de la situación: “La Constitución ha sido dejada de lado. El Parlamento está cerrado. Los diarios y los medios electrónicos están bajo completa censura. El alguna vez poderoso movimiento sindical ha sido destruido y la mayoría de sus líderes arrestados, exiliados o muertos… Cientos de prisioneros han sido sometidos a torturas físicas y psicológicas, las que en muchos casos han resultado en la muerte o heridas permanentes… (El régimen) ha levantado un estado policial (y ha) … eliminado la última presunción de un gobierno constitucional”.

El golpe en Uruguay, como en otros países en la época, no fue una cosa solamente local. El gobierno de Richard Nixon había estado preocupado con la posibilidad de la elección del Frente Amplio en 1970 en Uruguay. Este partido izquierdista nuevo fue visto como más peligroso que los Tupamaros—la guerrilla urbana en Uruguay que fue casi desarticulada en 1973–, porque varios personajes de los partidos tradicionales, los Blancos y los Colorados, habían dejado estos grupos para sumarse al Frente. Nixon vio al Frente Amplio como otra versión de la Unidad Popular de Allende in Chile.  Significativamente, la Unidad Popular chilena—la coalición de seis partidos de izquierda que apoyó al candidato presidencial Salvador Allende en 1970— estaba trabajando a través del sistema constitucional para desarrollar un proyecto socialista. Del mismo modo, el recién formado Frente Amplio en Uruguay buscó hacer un cambio radical a través de las urnas. En otras palabras, la posibilidad de líderes izquierdistas electos era considerada igualmente peligrosa e intolerable que los guerrilleros, tanto por las élites locales poderosas como por Washington. También tenían miedo de los movimientos sociales y populares en los países de América Latina. Había mucha injerencia de EE.UU. en las policías y los militares uruguayos en los años previos al golpe, que he documentado en otras obras.

Diario-Ahora.

En el transcurso de décadas de investigación sobre la Guerra Fría en América Latina he hablado con muchos sobrevivientes de las guerras sucias y he estudiado numerosos testimonios. Escuchar los relatos de secuestros en medio de la noche, torturas bárbaras y tétricas prisiones secretas produce un impacto profundo. Las campañas estatales de terror, protegidas por la armadura de la impunidad, fueron pilares totalmente calculados de control social y político. Como E.V. Walter argumentó, los Estados que emplean el terror diseñan conscientemente un patrón de violencia para producir el comportamiento social que exigen, no sólo en el presente, sino también en el futuro.

Por esto, “olvidar” el terrorismo de Estado o “dar la vuelta a la página” genera un grave riesgo de repetición y relativiza peligrosamente las masivas campañas represivas. Los crímenes de lesa humanidad son, por definición, de preocupación para la toda la comunidad internacional, pues son crímenes que conmocionan a la conciencia y que provocan una enorme tragedia humana. En América Latina, todavía existe una gran necesidad de justicia. Sociedades enteras, así como individuos y familias, resultaron profundamente afectadas, y se necesita una intensificación del proceso de verdad y justicia para hacer frente a los crímenes cometidos, fortalecer los valores de la justicia y el imperio de la ley, rescatar la memoria y seguir adelante.

LA OPINIÓN DE LA AUTORA NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN

J. Patrice McSherry – Es doctora de ciencias políticas y profesora emérita de Long Island University. Autora de múltiples artículos y libros y colaboradora del Instituto de Estudios Avanzados, Usach.

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