Señora directora:
Quizás no hay relación humana de mayor hondura ontológica que la que se da entre padres e hijos, pues la filiación es como un surco inmenso que le da una dimensión de trascendencia inigualable a ese otro que es el “más próximo al yo”. Ese otro, sin embargo, tiene un largo periodo en que es todavía niño y, por consiguiente, permanece durante ese tiempo, aún de la infancia, como alguien particularmente dependiente, vulnerable, necesitado de amor, educación y protección. La niñez es esa etapa de la vida todavía en tránsito hacia un destino que permanece muy abierto y que, sin los demás, sobre todo sin los propios padres, queda a la deriva, al modo como un mástil que, despojado de su base, se inclina hacia el abismo.
Los niños reclaman una atención única y a largo plazo; y fundamentalmente en ellos radica la esperanza de cualquier grupo humano para sus próximas décadas. Una sociedad sin niños es una comunidad condenada a su próxima extinción y, si bien la paternidad real dista de la representación idílica que a veces se fomenta, es un suceso que sigue siendo el primer peldaño de la continuidad de la vida y de la pervivencia de la misma historia.