Por Alejandro Marcó del Pont | Justicia social para muertos 

La camioneta avanza repleta de ataúdes de cartón en su caja. Muchos, demasiados féretros para tan pequeña cabina. La mayoría son niños que parecen estar siendo mecidos por la caja de la camioneta para que duerman.

Por *Alejandro Marcó del Pont

Transportar cadáveres para enterrarlo en fosas comunes y que sea visto como una obra de bien parece inimaginario, surrealista, aunque muchos colaboradores piensan que es un acto de “justicia social para los muertos”. Dejarlos solos, ahí tirados después de una vida de privaciones que llevó al encuentro de la muerte, es injusto, aun en el final.

Los padres en su mayoría intentaron darles un sepelio, se endeudaron, pero aun así resulta imposible pagarlo. Las privaciones no traen aparejadas el olvido y la amnesia, solo la imposibilidad real y financiera de retirarlos de la funeraria. La casa de sepelio, en otras épocas, cuando comenzaban a apilarse los cadáveres porque nadie llegaba a retirarlos, los mandaba a la morgue del Hospital General, pero este cerró sus puertas, y ahora, de los hospitales les mandan los cadáveres a la funeraria.

Esta es la postal de un país injusto hasta en la muerte, lleno de ajustes y penurias con los difuntos, de austeridad y fosas comunes. Niños, la gran mayoría, muertos sin diagnósticos y padres que aun desconociendo las causas del deceso, darán un paso más en su miseria, lo dejarán a la buena de dios, porque su carencia no les permite ni siquiera enterrarlos.

En esta etapa es cuando entran los recolectores de cuerpos, historia que le sirvió al NY Times para su artículo “Los héroes del camino del entierro” (https://goo.gl/G5mxVw). Ellos son los que proponen una pizca de justicia social, si así se le puede llamar, para los invisibles, los desprotegidos. Ellos son los que se encargan, sólo como un acto de asistencia, de recoger y sepultar en fosas comunes a aquellos que ni en la muerte pudo igualar.

Haití, cuna de tornados y terremotos que empujan más a los miserables a una mísera existencia. ¿Tierra maldecida?, propensa a los desastres naturales y humanos. No creo mucho en eso. Cuando la gente se va a vivir a las tierras comunales, que fueron y son cementerios comunes, con casas de cartón por no tener a donde ir, todo comienza a ser anormal. Cascos Azules de la ONU disparando a ladrones y balas que traspasan como un cuchillo en mantequilla la casas de cartón, y que matan niños, padres, e incluso a familias enteras.

Quizás, y esto es un tema un poco más delicado, ahí está la epidemia de cólera que fuerzas de paz de las Naciones Unidas importaron, y que le costó la vida a 10 000 haitianos y  que enfermó a 800 000. Es cierto que la idea es altamente grata y combustible para quienes afirman que las operaciones de paz de la ONU pisotean los derechos de los que están siendo protegidos, y socava tanto la credibilidad general de la ONU como la integridad de la Oficina del Secretario General.

Pero no son menos ciertas la inmoralidad y liviandad utilizada por las propias Naciones Unidas con el hecho de esparcir el cólera en Haití. Después de seis años, de numerosas marchas por los muertos e informes lapidarios de la propia Naciones Unidas, este organismo se disculpó  ante los haitianos por su responsabilidad en la epidemia de cólera que afecta al país desde 2010 y urgió a la comunidad internacional a aportar fondos para ayudar a los afectados por la enfermedad.

Con toda la solemnidad, en un discurso ante la Asamblea General, el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, se dirigió directamente al pueblo haitiano para lamentar “profundamente la pérdida en vidas humanas y el sufrimiento causado por la epidemia de cólera”.

Supongo que el grado de solemnidad del Sectario General habrá sentado bien en los despachos internacionales. Lo cierto es que también se sabía desde el 2010 que las primeras víctimas vivían cerca de una base que albergaba 454 efectivos de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas recién llegados de Nepal, donde se estaba produciendo un brote de cólera, y los desechos de la base a menudo se filtraban al río.

El profesor en legislación criminal internacional Philip Alston, de la Universidad de Nueva York, que sirve como expertos y asesor de la organización en cuestiones de derechos humanos, aceptó, posterior a un informe, que el detonador del cólera en Haití había sido el personal de la ONU, y también admitió el fracaso del programa de erradicación del cólera en Haití implementado por las Naciones Unidas. En 2014, la tasa de contagio había aumentado, y los dos proyectos de plantas piloto de procesamiento de aguas residuales construidas allí a raíz de la epidemia se cerraron rápidamente debido a la falta de fondos de los donantes.

Cuatro años después de las muertes y de seguir el contagio, un abogado de las ONU aceptó el problema. Seis años después, el Secretario General admitió la responsabilidad. Nadie en ese lapso intentó juntar fondos, crear un plan de ayuda humanitaria para combatir la enfermedad, en un país con un ingreso per cápita de 700 dólares al año.

Tiene sentido ocultar la negligencia un tiempo determinado, pero no a tan largo plazo. La respuesta es que las víctimas presentaron una demanda contra la ONU por U$S 40.000 millones, que de 910.000 personas da una media de 43.000 dólares por cabeza, y la Oficina de Asuntos Jurídicos simplemente declaró que sus reclamaciones “no eran admisibles”.

Sospechando lo que venía, los abogados de las ONU guardaron silencio el mayor tiempo posible; hoy la demanda está en una corte federal en Nueva York. Al parecer no es un país perseguido por las desgracias, es un mundo desgraciado.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN

*Lic. en Economía y Magíster en Relaciones Internacionales (Universidad Nacional de La Plata). Analista de economía. Columnista y comentarista en varios periódicos, radios y televisiones internacionales. Director del medio de comunicación digital El Tábano Economista.