Por José Negrón Valera | ¿Cambian las tragedias al mundo? Un vistazo desde la pandemia

Cuando soldados del Ejército soviético entraron al campo de concentración de Auswitch, hace 75 años, un 27 de enero, el mundo tuvo acceso a una clase de maldad que, aunque no nueva, mostraba una dedicación sistemática para que la «razón de Estado» estuviese al servicio del aniquilamiento a sangre fría de otros seres humanos.

Se dijo «ya no más», se abrieron las puertas para concertar esfuerzos de distintas naciones para evitar que escenas así volvieran a repetirse. Se decía que allí la humanidad había «tocado fondo». Angela Merkel la denominó «la vergüenza del siglo XX».

No sería la única vergüenza. Dos meses después, el 9 de marzo de 1945, el general del Ejército estadounidense, Curtis LeMay, luego de analizar informes de inteligencia, ordenó la implementación de la operación Meetinghouse. Más de 300 aviones Boeing 29 lanzaron más de 1.700 bombas de napalm M69. En cuestión de horas, 100.000 seres humanos fueron incinerados en sus propias casas. El secretario de Defensa, Robert McNamara, al rememorar dicho bombardeo, junto con la decisión de probar la bomba atómica sobre una Japón prácticamente ya derrotado, confesó:

«De no haber ganado la guerra habríamos sido juzgados como criminales de guerra». 

En noviembre de 1945, se juzgó en Núremberg a los líderes militares que diseñaron y ordenaron crear lugares como Auschwitz. LeMay nunca fue juzgado. Falleció en 1990 de un ataque al corazón en su casa de California.

¿Cambió algo?

Luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, un mal fue masificado y expuesto vía industria cultural y el otro fue simplemente olvidado. Hoy, desde Burkina Faso hasta las frías regiones de Alaska, de las selvas tropicales del Amazonas hasta la costa del cabo de Buena Esperanza, de seguro encontraremos personas en cuyas mentes reposen las imágenes de Auschwitz, de Núremberg, conozcan muy bien de Hitler, pero ignoren por completo a un LeMay y al hecho de que por pura crueldad convirtieron Japón en el centro de pruebas del arsenal militar más avanzado de la época.

Las consecuencias de este desequilibrio de la memoria y por tanto de la justicia, permitió que se siguiera abonando esa semilla que no nos permite abandonar la tragedia.

¿Cambió el mundo al ser expuesto a las pruebas tangibles de la crueldad? No, no lo hizo.

Las escenas se repitieron una y otra vez, en diferentes épocas, en diferentes pueblos. En la aldea My Lai, soldados estadounidenses masacraron a más de 504 civiles inocentes, 182 mujeres, 17 de ellas embarazadas, y 173 niños. El suceso ocurrió el 16 de marzo de 1968, pero se mantuvo oculto hasta que un editor lo expuso a la opinión pública el 13 de noviembre de 1969.

En 2014, Israel protagonizó uno de los ensañamientos contra infantes más despiadados del que se haya tenido registro. Durante la operación Margen protector, el Ejército israelí bombardeó indiscriminadamente la Franja de Gaza, causando la muerte de más de 400 niños, que murieron muchas veces dentro de sus propias casas, tal y como lo reseña el informe final de la Comisión Independiente del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Según la autoridad Palestina, más de 1.500 niños han sido asesinados por Israel desde el año 2000.

Durante el llamado ataque a las Torres Gemelas, murieron alrededor de 3.000 personas. El Gobierno del entonces presidente George W. Bush, emprendió una avanzada «contra el terror» que le permitió intervenir militarmente en Afganistán y en Irak. Según un informe del Instituto Watson de la Universidad de Brown publicado en 2018, desde el 2001 hasta la fecha, la Casa Blanca ha gastado más de 5,9 billones de dólares para financiar las distintas guerras derivadas del 11 de septiembre.

Hoy, el Gobierno que decía necesitar billones de dólares para «proteger a sus ciudadanos», registra cerca de 68.000 muertes a raíz de un terror distinto: COVID-19.

A diferencia de la laboriosidad con que solicitaron recursos para financiar a su ejército, a la fecha, no hay ninguna iniciativa similar para aprobar recursos para fortalecer al menos su sistema de salud y brindar asistencia a los millones de ciudadanos que no pueden costear el tratamiento para luchar contra la enfermedad. Así lo informa un completo informe publicado por Sputnik.

«El tratamiento de la COVID-19 tendrá un precio bastante alto incluso para los estadounidenses que tienen seguros, de acuerdo con el estudio de FAIR Health, puesto que los gastos de bolsillo de los clientes de los proveedores de la red pueden ascender a entre 21.936 y 38.755 dólares, en función del porcentaje de costos compartidos de su programa de salud. No obstante, en caso de que su compañía de seguros considere que el tratamiento no forma parte de su red, los costos pueden alcanzar hasta los 74.000 dólares. Y no es que el tratamiento de la COVID-19 sea algo exclusivo: el hecho es que la atención médica es bastante costosa en EEUU», refiere el reportaje.

Este recuento, apenas parcial, que abona el terreno luctuoso, nos permite entender que si una guerra mundial, una bomba atómica, millones de muertos y desplazados no han cambiado el mundo, una pandemia tampoco lo hará, a menos claro está que haya un enfoque distinto sobre lo que ocurre.

Es el sistema el que debe cambiar, no el mundo

Hay una pregunta que es irrebatible para la lógica más simple: ¿Es viable un sistema económico de crecimiento ilimitado en un planeta con recursos limitados? Por supuesto, no lo es. Usualmente los premio Nobel de economía se otorgan por explicar aspectos dentro del propio sistema de razonamiento, cómo hacer más viable el comportamiento de los agentes económicos, como hacer más eficientes las transacciones, etc, pero nunca ha habido un premio para el que explique cómo se supone que un modelo capitalista de expansión infinita es cónsono con una naturaleza que ya está al borde de su capacidad. Silencio absoluto.

El asunto de si el mundo va a cambiar o no después de la pandemia, debe ser resuelto sobre la base de dos orientaciones.

La primera de ellas la que explique desde un modelo de psicología social, cómo es posible desmontar un sistema no económico, sino civilizatorio que le ha llevado a la gente a creer que la codicia es parte de la naturaleza humana, y que es un precepto divino el hecho de que «perseguir el interés individual es beneficioso para el colectivo».

La segunda ruta, tiene que ir de la mano en construir un modelo de civilización alterno que tenga que lidiar con más de doscientos años de destrozo de la naturaleza, pero también de deterioro de las relaciones inter-personales e inter-nacionales.

El coronavirus está cercenando la globalización… ¿para siempre?
X

El psicólogo Marteen Van Doorn explica que «Las ideas no cambian el mundo al convencer a las personas de lo que es más preciso, veraz o racional. Cambian el mundo por demostrarle a las personas lo que es posible, y cambiando sus puntos de vista sobre lo que es socialmente aceptable«.

Vemos en diferentes países que la gente ha vuelto a las iniciativas locales de producción y consumo. De la globalización adormecedora, volvimos a mirar a nuestros vecinos, a nuestros iguales. A emprender sistemas cooperativos para transformar esta crisis en una nueva oportunidad para darnos cuenta que las utopías no es que eran imposibles, solo que no contaban con un clima propicio para sembrarse.

La pandemia ha abierto una brecha para convertir a la sociedad en un laboratorio para intentar algo distinto. Un «algo» que nos lleve por una ruta distinta antes que no haya más camino que aceptar el fin. No esperemos que el mundo cambie por completo, pero sí pongamos nuestra esperanza en que al menos haya países, grupos de personas, organizaciones, que comiencen a entenderse en términos distintos a aquellos a los que nos han obligado. Querer emprender un camino distinto, ya es la mitad del recorrido.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN

Por José Negrón Valera – Antropólogo y escritor venezolano, columnista de Sputnik, investigador en guerra no convencional, contraterrorismo y operaciones de información. Autor de los libros ‘Un loft para Cleopatra’, ‘Reyes y dinosaurios’ y ‘Saber y poder: el proceso de renovación académica en la UCV (1967-1970)’. Premio Nacional de Literatura “Stefanía Mosca” 2018.