La matriz de la colonial modernidad, en la que se sustenta el capitalismo, no tiene otro objetivo más que controlar y dominar cualquier atisbo de existencia que no entre en sus lógicas y condiciones de producción. Pero un organismo microscópico parece poner en jaque ese modelo de sujeción, debido a su carácter irrefrenable, incontrolable. A diferencia de otros eventos epidemiológicos de la contemporaneidad, como la sífilis o el VIH, el Covid-19 no permite una gestión inmunitaria focalizada en una población específica; puesto que todes, en principio, somos susceptibles de contraerlo.
En este orden de ideas, es preciso (volver a) dar cuenta de las condiciones de precariedad en las que la comunidad LGBT+ se encuentra. Algunos claros ejemplos como disparadores: organismos nacionales e internacionales afirman que la vida promedio de una persona trans ronda los 35 años, menos de la mitad que el promedio de los países latinoamericanos. Las personas trans no tienen un acceso garantizado al sistema de salud, lo que lleva a exponerse a continuas situaciones de vulnerabilidad. Eso sin contar la sistematicidad con la que ocurren transfemicidios/travesticidios; es decir, asesinatos motivados por el solo hecho de ser trans. Adicionalmente, la comunidad LGBT+, con la población más vulnerable en personas transfemeninas y homosexuales, muestra un gran porcentaje de transmisión de VIH; cuadro serológico que, de acuerdo con los informes de la OMS, agrava la salud ante el Covid-19. En lo concerniente a la economía, muchas mujeres trans y travestis encuentran su fuente de ingreso en el trabajo sexual, actividad que se ve imposibilitada por en los países con cuarentena obligatoria. La [re]precarización de estas existencias nos concierne a todes y requiere de la pregunta válida respecto de los modos de interpelación al Estado con relación a las políticas que deberá desplegar para contener la crisis.
El nodo álgido a remarcar es que, en este marco, las condiciones de precariedad de nuestras vidas disidentes se ha acrecentado. Es innegable la masacre simbólico-material que los cuerpos feminizados atravesamos como consecuencia directa del ejercicio de la pedagogía de la crueldad; lo que lleva a que la violencia que vivimos como colectivo forme parte de nuestras escenas de vida cotidianas. Como indica la filósofa Judith Butler, el hecho de que puedan hacernos daño, de que otres puedan sufrir un daño, de que nuestra vida dependa de un capricho exterminador ajeno, es motivo de temor y de dolor. Y, desde la comunidad LGBT+, siempre estuvimos conscientes de nuestros lugares de desposesión.
Las disidencias sexo-genéricas siempre hemos sido inscriptes en estructuras de exclusión, en las que el cis-tema[1] heterosexual se arroga como el único estatuto ontológico legítimo, cuyo resultado es la normalización de lo humano. Por ello, las vidas de las personas abyectas, es decir, por fuera de la norma, son descartables: se proyectan como lo no humano y, en consecuencia, son susceptibles del ejercicio del daño y el repudio. Esto que señala Butler no es un fenómeno nuevo, lo que va cambiando es la forma del enemigo interno que quedan excluidos del discurso de los derechos humanos, por no tener humanidad. Tal vez por el pudor que genere en algunos sectores discutir los derechos humanos, discuten la definición de humano.
Como ejemplo podemos nombrar los pueblos originarios de América que desde el siglo XVI han sido víctimas de ataques genocidas. Con el argumento de que no estaban evangelizados eran para las leyes y las practicas menos persona que un blanco europeo cristiano. Dicho sea de paso, cuantitativamente hablando lo que más ayudo a este exterminio fueron las enfermedades que los blancos traían desde Europa.
Ya en el siglo pasado, en los años 80, hubo otra pandemia que pareció no molestarle a los centros de poder: la del VIH/SIDA. A pesar de que las tasas de mortalidad eran del 100% (la tasa de mortalidad del Covid-19 ronda el 5%), no hubo cierre de fronteras, no hubo aislamiento preventivo, se ocultó información sobre el virus, no se trabajó en vacunas y los medicamentos efectivos tardaron más de una década en salir al mercado… Así se explica el rechazo y aversión a la travesti, la torta, la marica, les no binaries… por esa misma razón se activa la estigmatización hacia lo no-cis, pues nos ubica en el terreno simbólico de la no humanidad, se produce el efecto des-ontologizante de nuestras existencias. Esto constituye una vida invivible, sobre la que se deposita todo el malestar, la ininteligibilidad y la aversión legitimada. Somos no-sujetes y no merecemos derechos; sin estas garantías, en las democracias liberales, nos exponemos al exterminio. Para algunos grupos sociales, los términos tanatopolítica o necropolítica resultan más adecuados que hablar biopolitica o de políticas públicas.
Vale la pena preguntarnos, entonces, qué formas tomará la estratificación de los cuerpos en el nuevo Estado de excepción global y cómo impactará puntualmente a las disidencias en nuestros territorios. El mundo está en freno, pero los contextos de vulnerabilidad, el odio reservado y la ilegitimidad (para la norma cishetero) de nuestras formas de existencia siguen ahí. Son los factores de posibilidad (que aguardan latentes y operan silenciosos) de las agendas estatales y mediáticas en cada repartición de retrovirales que no se hace, en cada travesti que no accede a condiciones formales de empleo, en cada marica que tiene miedo de salir a la calle y ser golpeada.
Como señala la investigadora argentina Maristella Svampa, ya alcanza a entreverse que los países del Sur global están apostándole a un modelo de vigilancia a cargo de las fuerzas de seguridad; lo que, en nombre de la “guerra” contra el virus, promete golpear con mayor fuerza a los sectores más vulnerables. En los barrios más pobres, como lo muestran numerosas denuncias, el aislamiento obligatorio ha dado lugar a la represión ensañada del brazo armado de los Estados sobre las clases populares. Pero la emergencia sanitaria también muestra ya, a lo largo del continente, escenarios que [re]precarizan las vidas disidentes.
En países como Panamá, Colombia y Perú, los gobiernos locales/nacionales han empezado a restringir la circulación de la ciudadanía de acuerdo con el género, asignando ciertos días de la semana para el tránsito de varones y otros para el de mujeres. El llamado “pico y género” ha servido como la excusa perfecta para el recrudecimiento de la violencia institucional sobre las corporalidades que desestabilizan el binarismo sexo-genérico.
Diversas organizaciones LGBT+ que operan en estos territorios han denunciado, más allá de la supuesta garantía estatal de respeto a la identidad de género autopercibida, todo tipo de afrentas y crímenes de odio contra personas trans y no binarias en el escaso tiempo que llevan vigentes estas normativas. Debe señalarse que la persecución y fiscalización de los cuerpos trans y no binarios no la llevan a cabo, exclusivamente, los agentes del Estado; la misma ciudadanía es partícipe, a su vez, de esta estrategia generizada de control. La figura del ciudadano-policía (generalmente blanco y acomodado), que vela por mantener la salud pública articulando y colaborando con las fuerzas estatales, es uno de los despliegues que ha habilitado la pandemia. Podemos poner en suspenso el trabajo, la economía, la circulación… pero la policía del sexo/género/deseo no toma vacaciones nunca (ni siquiera durante la pandemia).
[1] El término ‘cis’ se refiere a personas cuya identidad de género coincide con aquella que le fue impuesta desde su nacimiento. El prefijo cis proviene del latín y significa “del lado de acá”. Fue propuesto en la década del 90 en oposición al término trans. Como suele suceder lo que se encuentra dentro de la [hetero]norma, no suele ser nombrado (y a lo abyecto se lo nombra, muchas veces desde manuales de psiquiatría). Nos parece relevante hablar de cis-tema (y no de sistema), a fin de no obviar que este se asienta sobre la exclusión de todas las corporalidades que escapan de la normalidad definida desde el paradigma biomédico.
LA OPINIÓN DE LOS AUTORES NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Dr. en Comunicación Lucas Díaz Ledesma, Lic. en Psicología Ramiro Garzaniti y Lic. en Filosofía Ernesto Navarro Martínez – Docentes e Investigadores de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Activistas de la Federación Argentina LGBT.