La enorme y cara sede de la OTAN se encuentra enclavada en un barrio de la periferia de Bruselas, en el nordeste de la capital belga. El nuevo cuartel general de la organización militar fue inaugurado hace sólo dos años; se levanta en el antiguo aeródromo de Haren para dar cabida a tantos nuevos países miembros.
El peculiar complejo —de 254.000 metros cuadrados y 1.100 millones de euros de costo de construcción— dispone de miles de despachos y en muchos de ellos se está discutiendo la última amenaza a la que se enfrenta la Alianza Atlántica. Lo paradójico de esta crisis es que no se trata de un enemigo exterior sino de un auténtico caballo de Troya, un absoluto quebradero de cabeza que hacen tambalear la unidad de la OTAN y su cuestionada eficacia internacional.
Las mentes atlantistas se enfrentan a un serio e inusual dilema: dos países vecinos, ambos miembros de la organización, están a dos pasos de llegar a las manos y desatar un conflicto armado… Hablamos de Grecia y Turquía, aliados sobre el papel, pero adversarios históricos, en especial durante el siglo XX. Sus problemas bilaterales son aún muy evidentes en la isla de Chipre, partida en dos tras la invasión turca de la parte septentrional. Desde 1974, el sur de Chipre es de mayoría griega mientras el norte está controlado por los turcos.
En noviembre de 2019 Turquía y el gobierno libio de Trípoli firmaron un memorando de entendimiento para delimitar sus respectivas zonas marítimas en el Mediterráneo oriental, pero ignoraron al resto de sus vecinos, concretamente a Grecia, Chipre y Egipto. Con ese papel en las manos, los turcos empezaron a sondear el fondo del mar en busca de petróleo, provocando las protestas de Atenas y Nicosia. Intervino de inmediato la canciller alemana Angela Merkel y pidió al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, que cesaran esas actividades de prospección basadas en documentos unilaterales. Erdogan aceptó la demanda. Las aguas se calmaron. Por poco tiempo.
Santa Sofía aceleró el proceso
Todo se vino al traste después de que Erdogan promoviera la reconversión al Islam, el 24 de julio, de la Basílica de Santa Sofía en Estambul. Esa decisión soliviantó, y mucho, a los griegos, mayoritariamente cristianos ortodoxos. La tomaron como una grave provocación. La respuesta llegó el 6 de agosto, cuando Grecia y Egipto firmaron un acuerdo diplomático para delimitar sus respectivas zonas marítimas, un tratado que contradice el firmado por Turquía con los libios meses antes.
Cuatro días después, el 10 de agosto, una flotilla naval turca, formada por cinco buques militares, incluidas fragatas, penetró en las aguas disputadas con Grecia para escoltar al barco prospector Oruс Reis. Transcurridos dos días, el primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, lanzó un duro mensaje a Erdogan en un mensaje televisado.
«La reacción de Turquía al acuerdo legal de demarcación marítima [con Egipto] muestra desgraciadamente que no puede aceptar los principios europeos del siglo XXI. Que permanece apegada a la lógica de la coacción y la intimidación, pertenecientes a tiempos pasados», dijo. «Esa actitud prueba que su supuesta disposición al diálogo es falsa», agregó.
«Con su política de provocaciones agresivas, Turquía está allanando el camino para sanciones severas en contra de ella», remachó.
También anunció el líder heleno que había puesto «en alerta» a las Fuerzas Armadas de Grecia «como repuesta al despliegue de Turquía de su flota». Mitsotakis advirtió que podría producirse un encontronazo naval: «Que se sepa: acecha el riesgo de un accidente cuando se reúnen tantos activos militares en un área tan limitada. En ese caso, la responsabilidad recae en quien da lugar a estas circunstancias». Efectivamente, dos días después de esas palabras, el 14 de agosto, se produjo una «minicolisión» entre una fragata griega y otra turca. El incidente se saldó sin víctimas ni desperfectos, pero exaltó los nervios de unos y otros.
Turquía en el punto de mira
Francia, miembro destacado de la Alianza Atlántica, evidenció de qué lado está en este alarmante contencioso territorial. El mismo día 12 de agosto, el presidente galo, Emmanuel Macron, criticó lo que consideró «decisiones unilaterales de Turquía en materia de exploración petrolera que provocan tensión». E inmediatamente anunció, en francés y en griego, que había decidido reforzar temporalmente la presencia militar francesa en el Mediterráneo Oriental.
Macron dice que busca «el diálogo pacífico entre los vecinos y los aliados de la OTAN», pero enviar a Chipre, concretamente a la base aérea de Pafos, dos cazas de combate Rafale y un avión de carga no es un acto muy amistoso, aunque se ampare en un pacto de defensa franco-chipriota que entró en vigor recientemente.
La UE, a través de su Consejo de Ministros de Exteriores, se solidarizó el 14 de agosto con Grecia y Chipre y adelantó que prevé «opciones para otras medidas adecuadas en caso de que no remitan las tensiones», es decir, abrió la puerta a la aplicación de sanciones contra Turquía.Según la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS), las islas permiten a un país establecer una «zona económica exclusiva», lo que les da derechos de soberanía para fines de exploración y explotación de recursos naturales. El caso que nos ocupa afecta concretamente al islote de Kastelórizo (9 kilómetros cuadrados), territorialmente parte de Grecia, pero situado apenas a dos kilómetros de la costa de Turquía. El interés por esa zona concreta del Mediterráneo no es ya meramente geoestratégico, sino también económico, pues existen indicios de posibles yacimientos de crudo bajo el mar.
En entredicho
En cualquier caso, la disputa bilateral por la zona marítima es un problema regional que apunta directamente a la credibilidad de la OTAN, cuyo secretario general, el noruego Jens Stoltenberg, calla o mira para otro lado, porque es consciente, desde su despacho en Bruselas, de la capacidad de bloqueo que tiene Erdogan en el seno de la organización, donde las decisiones se toman por consenso.
Stoltenberg se ha convertido en un personaje secundario y prescindible, ya que ha tolerado los excesos de Ankara; por ejemplo, no dijo apenas nada cuando Erdogan compró a Rusia —técnicamente un adversario de la Alianza— los sofisticados sistemas de misiles S-400 que podrían ser empleados contra Grecia. El secretario general ha sido demasiado tolerante con Turquía y ahora todo el club que preside padece las nefastas consecuencias.Un choque naval en aguas del Mediterráneo Oriental entre griegos y turcos sería el catalizador perfecto, el último empujón, para que sucumbiera de forma definitiva una organización desfasada que padece de «muerte cerebral», como dijo el propio Macron el año pasado.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Francisco Herranz – Ha desarrollado su carrera profesional en el diario El Mundo, donde ha sido corresponsal en Moscú (1991-1996), redactor jefe de Internacional y de Edición y editorialista, especialista en Europa del Este y colaborador en varias publicaciones especializadas, desde 2010 es profesor en el Máster en Periodismo-El Mundo de la Universidad San Pablo-CEU.