La muerte de una jueza del Tribunal Supremo de Estados Unidos ha agregado una buena dosis de emoción e incertidumbre a la bronca y tensa campaña electoral que debe desembocar en la elección del próximo inquilino de la Casa Blanca.
La magistrada Ruth Bader Ginsburg tenía 87 años y era abiertamente progresista. Llevaba ejerciendo su trabajo en la más alta judicatura estadounidense desde 1993, gracias a su nombramiento por el entonces presidente Bill Clinton. Ya había alcanzado notoria fama en su país en la década de los 70 como abogada luchadora en contra de la discriminación de la mujer. Su fallecimiento, ocurrido el 18 de septiembre, se produce a tan solo mes y medio de la decisiva votación y abre un nuevo frente en la lucha política a cara de perro entre republicanos y demócratas, un enfrentamiento no solo ideológico sino también social que tiene al país dividido en dos mitades que se antojan irreconciliables.
Trump insiste
Donald Trump parece dispuesto a reemplazar a Ginsburg cuanto antes, lo que ha soliviantado a las huestes demócratas y, por extensión, a su adversario, Joe Biden. El jefe del Estado no ha perdido el tiempo. A pesar de que el país atraviesa una pandemia que ha matado a casi 200.000 personas, dejando sin empleo a millones de ciudadanos, Trump tiene en mente una candidata al Supremo con la esperanza de presionar al Senado, la cámara legislativa que debe ratificar (o no) la designación. Esa es una prerrogativa constitucional.
Trump ya habló en varias ocasiones con el senador por Kentucky, Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado, para que acelere el proceso y su calendario y así el nombramiento pueda hacerse realidad antes de los comicios fijados para el 3 de noviembre. El nombre elegido esconderá un guiño a estados o colectivos sociales que pueden ser determinantes en su reelección. Florida es el territorio más codiciado. También serviría para afianzar el voto más conservador.
El exvicepresidente Biden denunció la decisión de su contrincante de seguir adelante con la nominación y apeló al puñado de senadores republicanos moderados (apenas dos o tres) para que impidan que haga un nombramiento vitalicio (los jueces del Supremo lo son), lo que modificaría la actual correlación de fuerzas, del actual cinco a cuatro a favor de los conservadores por un rotundo seis a tres.
Biden quiere que el nombramiento se posponga hasta que haya un veredicto en las urnas, porque confía que sea él quien lo haga. Y citó el ejemplo de febrero de 2016, cuando el Senado, controlado por los republicanos, se negó a considerar al candidato propuesto por el entonces presidente demócrata Barack Obama, tras la muerte del magistrado conservador Antolin Scalia.
La prisa del presidente y las encuestas
¿Por qué Trump tiene tanta prisa? Porque los sondeos de opinión siguen sin serle propicios, tras las convenciones del Partido Demócrata y del Partido Republicano, celebradas en agosto pasado, donde quedaron nominados a la Presidencia los dos aspirantes. Según una nueva encuesta publicada el pasado fin de semana por varios medios de comunicación norteamericanos, Trump está todavía a ocho puntos porcentuales de Biden (43% frente al 51%).
La movilidad de sillas dentro del Supremo, el órgano que interpreta la Constitución estadounidense, es un suceso que le ha servido para cambiar de golpe la dinámica de la campaña, que hasta ahora estaba centrada en dos aspectos: el impacto del coronavirus en la salud de sus conciudadanos y la delicadísima situación de la economía nacional. Aunque Trump no es (todavía) un «pato cojo» —la fórmula que define en EEUU a los presidentes salientes—, ese cambio táctico le podría beneficiar a la hora de recuperar terreno entre la población.
La batalla por el control del Supremo tiene, además, otras lecturas. Ha hecho, sin duda, que la carrera por la Casa Blanca sea más atractiva, pero también más ácida que antes. El interés por las elecciones se ha disparado en estos tiempos de distancia social y mascarilla, lo que hace presagiar un aumento de la participación, que en Estados Unidos no es obligatoria y requiere un registro previo.
Lo que aún está por ver es si esta jugada le beneficiará a Trump, quien sigue mintiendo sin complejo alguno durante sus mítines. La última falacia que soltó aseguraba que el coronavirus no afecta a la población más joven, cuando las pruebas confirman lo contrario.
Conscientes de lo que se están jugando, Biden y su equipo ya sostienen que el 3 de noviembre «se vota al Supremo».
Otra derivada de todo este asunto es la absoluta politización del Tribunal Supremo, una evidencia más del fallo sistémico de la democracia estadounidense. Es cierto que la Corte siempre tuvo un componente político, pero en los últimos 20 años, desde que una decisión suya otorgó la Presidencia al republicano George Bush hijo (¿alguien se acuerda de las famosas papeletas mariposa de Florida?) y no al demócrata Al Gore, este órgano judicial ha ido perdiendo su neutralidad y su papel mediador.
Un árbitro cada vez menos imparcial
Por ahora es una especie de «tercera cámara», un árbitro cada vez menos imparcial que debe zanjar disputas eternas e irresolubles entre republicanos y demócratas. Esa polarización rampante ha trastocado la esencia de su poder, tan fuerte que ha decidido por sentencia temas sociales fundamentales como la legalización del aborto o del matrimonio homosexual.
El Tribunal Supremo siempre fue el objetivo anunciado de la derecha reaccionaria estadounidense, porque sabe que ha sido un dique moral y legal, donde actualmente se aprecian grietas cada vez más largas y profundas. La vacante dejada por Ginsburg representa la excusa perfecta para lanzar el asalto final y definitivo. Si entrara otra magistrada de ideología conservadora, la incipiente sanidad pública creada por Obama estará en muy serio peligro.
También es muy posible que se blinde legalmente el uso de armas de fuego por los ciudadanos. Esos dos escenarios de pesadilla para los sectores demócratas podrían dirigir a la democracia estadounidense hacia un callejón sin salida y una posterior explosión social. De ahí su alcance, su importancia, su interés.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE LA RAZÓN
Por Francisco Herranz – Ha desarrollado su carrera profesional en el diario El Mundo, donde ha sido corresponsal en Moscú (1991-1996), redactor jefe de Internacional y de Edición y editorialista, especialista en Europa del Este y colaborador en varias publicaciones especializadas, desde 2010 es profesor en el Máster en Periodismo-El Mundo de la Universidad San Pablo-CEU.