A pocos días de conmemorar el primer año desde el inicio de la revuelta popular, la impunidad con la que actuaron los agentes del Estado, mandatados por la declaración de guerra que realizó Sebastián Piñera el 20 de octubre, parece perpetuarse.
Las historias de quienes fueron víctimas del terrorismo de Estado suman y siguen. Sebastián Piñera utilizó el miedo, tortura, violación, mutilación, criminalización y asesinato para detener la protesta. Sin embargo, ninguno de sus criminales actos le funcionó. Al contrario, la solidaridad y la organización comenzó a germinar nuevamente en las raíces del pueblo.
Somos claros al señalar que nada ha cambiado con respecto a las condiciones objetivas que llevaron al pueblo a alzarse en octubre pasado. Es más, se le suman nuevas demandas: verdad y justicia. Es por esto último, que desde Resistencia Visual y Primera Línea – Prensa hemos trabajado este material para preservar la memoria, para apuntar, decididamente, al terrorismo de Estado y para que, de una vez por todas, haya justicia.
A continuación, les dejamos seis historias, seis testimonios, seis vidas que fueron marcadas por la violencia estatal: Mauricio Jara, quien recibió un impacto de bomba lacrimógena que le partió el cráneo. Marcelo Herrera, víctima de trauma ocular cuando protestaba en la Plaza de la Dignidad. Nicole Kramm, víctima de trauma ocular cuando caminaba a la Plaza de la Dignidad con sus equipos para documentar lo que estaba ocurriendo en la noche del 31 de diciembre. Cristián Valdebenito, asesinado por la espalda a manos de carabineros. Camila Valdés, recibió 6 perdigones, de los cuales 4 quedaron en su pierna cuando se dirigía a tomar una micro para volver a su casa después de un día de trabajo. Roberto Campos, detenido, encarcelado en máxima seguridad y con medidas cautelares, que no tiene ningún violador de derechos humanos de octubre a la fecha, por patear un torniquete.
Mauricio Jara
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“Veo algo humeante muy cerca, y ahí quedé borrado, no recuerdo más, el único lapso de recuerdo fue cuando me llevaron en camilla y reaccioné. Vi justo a mi hermana al lado, que estaba muy alterada, y le alcanzó a decir “hermana, sácame las llaves del bolsillo, que tengo ahí las llaves del auto“, y después ya no recuerdo más”, es el relato exacto de Mauricio Jara. Esa cosa humeante, la que hoy exacerba la fragilidad de su vida, fue disparada el 4 de noviembre por un funcionario de Carabineros de Chile en inmediaciones de la Plaza de la Dignidad.
Mauricio reflexiona sobre lo que ocurrió el 18 de octubre como un concepto grabado a fuego en su memoria. “Tenía la percepción de que era un Chile muy reprimido, que la gente no tenía el derecho a poder expresarse bien. Siempre en alguna protesta se peleaba por los ideales de uno, pero siempre hasta un límite, nunca se veía una respuesta clara del Gobierno o las autoridades (…) Después del 18-O la gente empezó a liberarse y decir su opinión. El Chile de antes tenía miedo y el Chile de ahora ya no tiene miedo”, cuenta, luego vuelve al 4 de noviembre, y ambos días se encuentran cara a cara: “ellos mandan a la fuerza pública a reprimirnos, de hecho, yo ni siquiera estaba protestando ese día, solo fui a ayudar a mi hermana (…) la fuerza pública es muy violenta, si no disparan un arma, no van. Van directo a golpear, a mutilar, a hacer daño solamente, no van a nada más”, señala.
Como en muchos casos de violaciones a los Derechos Humanos, la justicia para Mauricio Jara luce esquiva y, conforme pasa el tiempo, se vuelve más difusa: “No he visto ningún interés. Han dicho que se están comunicando con las víctimas, pero hasta el momento no he sabido nada. Como que fue el Estallido Social y se lavaron las manos. Pero no está saliendo a la luz el tema de las personas que sufrieron traumas oculares, incluso que están muertos por la represión de la Fuerza Pública, y se han lavado las manos con el tema, no han podido decir “chuta, la cagamos”. No tienen esa actitud de poder aceptar lo que pasó (…) El INDH tiene un juicio y tienen una carpeta investigativa, y están investigando a cerca de 400 carabineros que estuvieron ese día”. Después de ello lo único que espera es que aparezca el responsable.
Mauricio recuerda que aquel día “la lacrimógena me llegó en la frente y me partió el cráneo, en toda esta parte no tengo hueso craneal, tengo varias fisuras. Tienen que abrirme y poner una placa de titanio, porque en esta parte cualquier cosa que me llegue puede golpear el cerebro y yo morir”, dice, graficando la crudeza de lo sucedido.
A pesar de todo, Mauricio Jara llama a no bajar los brazos frente al abuso y la injusticia. “Que la gente siga luchando, que recuerde que todavía estamos peleando todos juntos por los derechos de cada persona, como a una salud y a una educación digna. Que sigan peleando por los derechos de todas las personas”, finaliza su elocución.
Marcelo Herrera
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El lunes 4 de noviembre, Marcelo Herrera salió rumbo a la Plaza de la Dignidad para alzarse contra la injusticia. Entre las risas y los cantos del ambiente suenan los perdigones y las lacrimógenas disparadas por Carabineros, surcando el aire hasta dar con su blanco. En la mira estaba Herrera. “La gente empezó a correr y yo dije ‘no puedo correr. Tengo que ir a decirle algo por lo menos a esos hueones’, y a eso fui, el problema es que fui solo, y fui a enfrentarme directamente a ellos (…) disparaban y se cagaban de la risa (…) de repente dije ‘no, mejor me voy, estoy muy expuesto’, y me da un golpe en el ojo, no había nadie a mi alrededor, o sea, el disparo fue directo a mí”, cuenta en retrospectiva.
Señala que la vida cambia radicalmente al perder un ojo, ya no puede disfrutar del basquetbol que le apasiona y le atemoriza salir de noche por estar más expuesto, pero vivir con el abuso policial grabado en la carne resulta más complejo. Conforme dice, jamás habrá justicia para él, se trata de aquello que no está escrito, lo implícito de las normas que rigen al país. “De la justicia de acá no espero nada. Cada vez que los jueces, los fiscales, la policía, el Gobierno, está todo unido, son ellos mismos su propia justicia ¿Cómo vamos a declarar culpable a un policía? ¿Quién lo va a tomar preso? ¿Los mismos amigos? Darse cuenta, como te dije antes, que los presos siguen presos, por los montajes. Un paco, que dijo que había violado a una niña, una chica, se declaró culpable y le dieron firma mensual, y hay cabros que están 11 meses presos sin pruebas ¿Esa es la justicia? Yo de la justicia no creo nada, no sé lo que va a pasar conmigo”, afirma.
El momento en que se produjo el trauma ocular está grabado a fuego en su mente, y entre sus pensamientos aparece un concepto de memoria que une el fatídico episodio con los años del periodo más triste de la historia de Chile, dejando entrever que esto es solo la lucha que continúa después de mucho tiempo. Para Marcelo, recordar es importante. “(…) Cuando los privilegios te ciegan no te acuerdas de todo el daño de los que han sufrido, o sea, con esto conocí a una agrupación que es de familiares de Detenidos Desaparecidos, y yo no tenía idea que se hacía una marcha los viernes en La Moneda a la una de la tarde, ya llevan como cinco años haciéndolo. Son gente que no sabe dónde está su familia (…) En la calle, caminado, había gente que gritaba “ya aburranse, comunistas, aburranse, ya no están sus familias”, en serio, hay gente así (…) Si no hay memoria tampoco hay justicia, por eso es importante el concepto de memoria, para que no se nos olviden las cosas, porque si no vamos a volver a cometer los mismos errores que cometimos antes”, finaliza, exigiendo, como último mensaje, la libertad para los presos de la revuelta popular.
Nicole Kramm
Nicole tiene 30 años, vive en Santiago, es realizadora audiovisual y fotoperiodista. Antes de los hechos ocurridos el 31 de diciembre, estuvo perfeccionándose, se encontraba estudiando licenciatura en cine, específicamente en el proceso de tesis.
El 31 de diciembre Nicole había quedado con unos colegas para ir a documentar a la Plaza de la Dignidad, el punto neurálgico de las manifestaciones. Se dirigió a la casa de un colega que vive en Santa Lucia, puesto que era el lugar más cercano para partir. Se juntaron, cenaron, el ambiente era de alegría y mucho ánimo.
Cuando terminaron de cenar, ordenaron un poco sus ideas, hablaron de lo que querían hacer, entrevistar personas, etc. Se armaron con los equipos y micrófonos y comenzaron a caminar por la Alameda hacía el oriente. Mientras avanzaban, se encontraron con el Monumento de Carabineros de Chile. Nicole, en ese momento, se da cuenta que hay tres piquetes desplegados frente a su grupo. Mientras caminaban, sintió una inseguridad. Había gente que gritaba “cuidado”. El grupo aceleró el pasó, de repente un impacto. Un balín en el ojo de Nicole. No hubo tiempo de salir de ese lugar ni de reaccionar.
Nicole recuerda que ese momento fue súper doloroso, con mucha impotencia. Cayó al piso y sintió que su cabeza iba a explotar. Le dolía mucho la cabeza, no podía abrir el ojo y esto último era lo que más le desesperaba, porque siempre se cuidó mucho los ojos durante la revuelta popular, ya es de conocimiento público que el régimen de Sebastián Piñera mutiló a cientos de manifestantes. Ese día y a esa hora no era un contexto de manifestación, Nicole y su grupo iban caminando temprano a un lugar a grabar, a realizar su trabajo.
Posterior al impacto, Nicole entró en una fase de negación, cómo era posible que le pasara eso, que fuera en un ojo. Cuando estaba en el suelo sangrando y se da cuenta que no podía abrir el ojo, se puso muy histérica; se comenzó ahogar, no podía respirar. Nicole cuenta que sintió cómo el ojo rebotó en el cráneo, en un dolor inmenso.
Estando en el piso, se tocó el ojo y solo sintió inflamación, no podía abrirlo. En ese momento llegaron rescatistas y comenzaron a decir que era un trauma ocular, ahí recién se dio cuenta de lo que le había pasado.
Nicole es clara al señalar que ese día iba con micrófono y cámara y se hacía notar, se notaba que eran un equipo. Y a pesar de ella ya estar en el suelo producto del impacto, carabineros no dejó de disparar.
El grupo de rescatistas llevó a Nicole a un centro de salud improvisado en el GAM. Nicole señala que no pudieron ir a la Posta Central por la represión brutal que estaba ejerciendo carabineros y el miedo que le daba pasar por ahí, puesto que, para llegar a la Posta Central, sí o sí debía pasar por donde las fuerzas policiales estaban reprimiendo. Finalmente, ingresaron a la urgencia del Hospital Salvador a las 7 de la mañana del 1 de enero. Fue derivada rápidamente a la Unidad de Trauma Ocular en donde se encontró con otra persona que fue herida por carabineros a tan solo una cuadra de donde le dispararon a ella. El diagnostico fue desalentador; pérdida de visión de uno de sus ojos.
Nicole ese día iba a trabajar como también lo hacía Fabiola Campillai. Las historias de las víctimas de trauma ocular son diversas y en situaciones distintas, pero todas tienen un punto en común: la brutalidad con la que los agentes del Estado, amparados una y otra vez por Sebastián Piñera, han salido a mutilar a cualquiera que pase delante de ellos. El Estado, en su visión negacionista de lo ocurrido, no ha prestado ayuda ni mucho menos reparación a quienes fueron víctima de la violencia estatal. Al contrario, ha justificado cada una de las acciones de su aparataje.
Finalmente, al ser consultada sobre el significado de memoria, Nicole señala que, “creo que la memoria construye realidad y nos deja un referente de las luchas sociales que se dieron en el ayer, en la dictadura, u hoy como en el estallido social. Debemos seguir trabajando el tema histórico de lo que nos ha tocado vivir para evidenciar los crimíneles de lesa humanidad y de lo que no queremos que se repita”.
Cristián Valdebenito
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Cristian y Deyanira tienen 27 años, él es el hijo mayor de Cristián Valdebenito y ella su sobrina, es contadora auditora. Cristián, por su parte, es trabajador independiente y se dedica exclusivamente a eso.
Deyanira, entre lágrimas, menciona que cada vez que habla de su tío le da pena. Cristián, su tío, era el pilar de la familia. Era un guía para su núcleo y también la unión del mismo. Para su mamá, él era todo. Cristián nunca tuvo una figura paterna y desde muy pequeño ayudó a su madre a sacar adelante a sus hermanos. Desde los 12 años él salía a ganarse el pan, a trabajar para aportar en la casa.
Para sus hermanos, Cristián era muy importante. Tres de ellos estuvieron en un hogar de menores en su niñez y todos los domingos Cristián asistía al lugar a dejarle sus leches, yogurt, que son cosas pequeñitas, pero muy significativas. Cristián siempre estuvo para todos, especialmente para sus hermanos.
La semana en que Cristián fue asesinado, su tío la visitó y le llevó una mascarilla para resguardarse de la brutal represión policial. Él sabía que el ambiente era peligroso, pero no dudó ni un minuto en asistir a las movilizaciones que exigían dignidad.
Cristián por su parte, recuerda que siempre tuvo un papá presente y que la separación de sus padres cuando tenía 5 años no influyó en nada, puesto que él siempre estuvo preocupado de su hijo y constantemente lo acompañó. En las navidades, por ejemplo, su padre lo esperaba a las 12 de la noche a las afueras de su casa para estar un rato con él. Siempre fue así, para todos.
Cristián Valdebenito siempre fue una persona luchadora, cuando él tenía 13 o 15 años, ya estaba luchando contra la dictadura de Pinochet. Cristián murió luchando, pero tuvieron que matarlo por la espalda porque de frente no pudieron.
Cristián recuerda que la noche anterior al asesinato de su padre, él lo fue a visitar, tomaron once con sus hijas y su esposa. Un día después, llegó del trabajo cansado y tuvo dos llamadas perdidas de números que no conocía. Al rato, lo llamó la pareja de su padre, Evelyn, para contarle que su padre estaba grave en la Posta Central.
Posterior al llamado, Cristián tomó su auto, se fue a toda velocidad al recinto hospitalario imaginándose lo peor. Sin embargo, él pensaba que su papá se recuperaría. Ya en el lugar, el medico de turno les señaló que había que esperar la noche para ver cómo evolucionaba. No obstante, al otro día, y con el cambio de turno en el centro médico, se le informó a la familia que ya no había nada más que hacer. Un hermano de Cristián Valdebenito le preguntó al médico si había sufrido mucho y la respuesta fue lapidaria: falleció al instante, en el mismo lugar. Lo mantuvieron conectado toda la noche, puesto que él aparecía como donante de órganos. Sin embargo, había cambiado de opinión cuando las listas de esperas corrieron y la gente más adinerada se benefició de esto.
Para Deyanira y Cristián la única forma de hacer justicia, y que no repara, es que la persona que asesinó a su familiar quede en prisión, puesto que no puede ser que un asesino ande suelto y pueda volver a repetir lo que hizo.
Deyanira, al ser consultada qué significa la palabra memoria, señala; “con la memoria se va construyendo la sociedad. Es como la típica frase que se dice, de los errores se aprende. Claramente esto tiene un impacto mayor, un impacto global. Que la gente vea, sienta lo que es. Sin memoria no se va a poder mejorar esta sociedad, no se van a poder cambiar las cosas. Sin memoria seguiremos siendo una sociedad egoísta que solo se mira el ombligo y piensa que sí él está bien, todo lo demás también lo está”:
Cristián, por su parte, señala, sobre la importancia de por qué las personas deberían saber qué pasó con su padre, “que la gente sepa cómo fue, cómo la mataron, cómo dispararon a matar. Que las personas sepan que hay gente luchando y hay que seguir haciéndolo. No quedarse ahí, seguir haciendo memoria por los que ya no están, por mi papá. Y seguir luchando por nuestros derechos”.
Camila Valdés
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tiene 31 años, y vive en San Miguel con su mamá. Ha vivido toda su vida en Santiago. En diciembre del año pasado, Camila había encontrado un trabajo nuevo, más formal que sus situaciones laborales precarias del pasado, con un sueldo razonable que le permitiría independizarse y vivir sola. Le encantaba el deporte, andaba en bicicleta, jugaba tenis y futbol. Asistía todos los fines de semana a un curso de mapudungun con su madre, ambas siendo mapuche y queriendo conectarse con su lengua ancestral. Hasta el 13 de diciembre del 2019, Camila tenía proyectos, planes y proyecciones.
Todos sus planes se acabaron esa tarde, cuando recibió cuatro perdigones en la pierna.
El viernes 13, un día antes de su presentación final en el curso de mapudungun, Camila estaba trabajando en terreno en Santiago centro. A las siete de la tarde, empezó a ver que las calles se comenzaban a llenar con gente. Preocupada por su vuelta a casa, le pregunta a un par de personas si había locomoción en la Alameda y le confirmaron que no, no están corriendo las micros. A las ocho de la noche, Camila se encamina por la oscuridad de la Alameda hacia las cercanías de la Universidad Católica, donde ella sabe que pasa una micro que la puede llevar a su casa.
En la oscuridad, Camila no veía nada, pero siente un impacto en la pierna. Una sensación extraña. Al tiro piensa, debe ser un perdigón. Nunca se imaginó que podían ser cuatro. Intenta caminar, pero no puede mover su pierna. Desesperada, grita auxilio. Ve la gente huir, correr. Finalmente, llega un chico que la toma en brazos y la lleva a un punto de brigadistas en el Crowne Plaza, donde puede observar que le dispararon seis perdigones, de los cuales cuatro entraron a su pierna. De ahí, los y las brigadistas la llevaron al Cine Arte Alameda a esperar una ambulancia y, posteriormente, fue llevada a la Posta Central.
La pesadilla no acababa ahí. Camila llamó a su hermano para pedirle ayuda, puesto que no quería preocupar a su madre, ya que ella también tenía presentación de mapudungun al día siguiente, y a él le entregaron documentos que certificaban que Camila había recibido un solo perdigón. Solo al argumentar con el personal médico, le entregaron documentación de tres perdigones. Camila sabe que fueron cuatro.
La única opción que le dieron ese día, fue irse con los perdigones aún en su pierna. No estaban dispuestos a hacer una intervención quirúrgica. Camila vivió más de un mes con los perdigones en su pierna, con un dolor creciente y problemas para caminar. Sentía el peso y el tamaño de los perdigones en su cuerpo. Perdió su trabajo, que requería que estuviera de pie. A fines de enero, una doctora la contactó para informarle que existía una orden médica para intervención quirúrgica para sacarle los perdigones, que no se realizó inicialmente. Al hacer la cirugía, fue evidente que uno de los perdigones se había infectado en su mes y medio dentro de la pierna, lo que le habría causado el nivel de dolor y de inmovilidad que vivió, y la dejaría con secuelas de por vida.
Hoy, Camila vive con las consecuencias físicas y psicológicas de la violencia policial. Cuando duerme, tiene aún pesadillas. Vive con dolor crónico y con movilidad reducida. Los proyectos que tenía, de independizarse, de tener un trabajo estable, de seguir practicando los deportes que tanto le gustan, se esfumaron. Nadie se ha acercado desde la institucionalidad a ofrecerle reparaciones.
Ella no tiene ilusiones, cree que su caso no conocerá jamás justicia alguna. Con respecto a su concepto de justicia y si existen formas de garantizar los derechos humanos, Camila señala; “yo creo que hoy en día, difícil. Es que yo creo que hay que reestructurar todo. Yo creo que, yo siempre le he dicho a todo el mundo, y se ríen porque digo, Pinochet dejó horrocruxes, como salía en Harry Potter. Dejó cosas que lamentablemente nos afectan a todos como sociedad. Como la Constitución, que nos afecta a todos y el sistema judicial también, porque el sistema judicial siento yo que está todo comprado por los mismos que estuvieron en dictadura. Y para eso hay que reformar completamente todo. Hay que reformar los derechos humanos porque al final derecho humano no hace prácticamente nada más que tomarte una declaración y no logra prácticamente nada. Porque yo hasta el momento no he recibido ningún tipo de apoyo. Entonces todas esas entidades como de derechos humanos y cualquier tipo de entidad aquí en Chile, yo creo que hay que volver a reformarlas. Al igual que la policía. La policía tiene que ser una institución reformada porque no puede vivir llevando este tipo de prácticas, como normalizarlas en el fondo porque no son normales. No deberían ser así las represiones”.
Sin embargo, Camila alienta al pueblo a seguir luchando y no soltar la calle. Nos deja con una responsabilidad de construir la sociedad que queremos: nuestra sociedad necesita cambios, y los tenemos que hacer nosotros.
Roberto Campos Weiss
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Roberto es amante de la música barroca. Las melodías de Vivaldi, a rato esperanzadoras, a rato estremecedoras, y las armonías vibrantes de Bach acompañan su día a día. Antes de la música digital, era coleccionista de discos. También es un gran amigo de los animales, en especial de los gatos. Ama todos los tipos de gatos; le gusta conversar con ellos.
Antes de octubre del 2019, Roberto era también profesor. Estadístico por profesión, docente por vocación. Él sabía que con su título podría fácilmente encontrar trabajo en alguna empresa que se dedique a hacer a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. Pero ese camino no era para él; su labor era la de formar a los profesionales del país. Trabajaba tres días de la semana en la Universidad del Desarrollo y uno adicional en la Universidad Católica, apoyando a jóvenes estudiantes de ingeniería. Le gusta ser profesor, por las largas y valiosas relaciones que podía desarrollar con sus estudiantes.
El 17 de octubre, Roberto estaba enseñando en la Universidad Católica. Sabía de las evasiones masivas que estaban realizando estudiantes secundarios, y justo le apareció en redes una convocatoria de evasión cuando iba saliendo de su trabajo a las seis de la tarde en San Joaquín. En ese instante, Roberto reconoce una rabia latente contra los abusos del sistema. Él no es ajeno a los abusos: se endeudó millonariamente para poder estudiar. Sigue endeudado. Seguirá endeudado. Y el torniquete – ya roto cuando él se involucró en los sucesos – era un símbolo de la cadena de abusos que sufre el pueblo en su diario vivir. El torniquete, la barrera, que sube y sube y nunca baja.
Roberto pateo el torniquete, y 12 días después fue detenido en la ciclovía afuera de su hogar. Inmediatamente, su vida cambio completamente. Roberto fue el primer preso político de la revuelta, pero, insiste, podría haber sido cualquiera. Él fue presa fácil, tenía toda su información en redes sociales; claro, no tenía nada que esconder. En cualquier contexto normal, el acto de patear un torniquete no habría significado ni siquiera un día en la cárcel, por lo que él se entregó sin mayor resistencia. Pero Roberto quedó en prisión preventiva en máxima seguridad y actualmente está bajo investigación, con arraigo nacional, firma semanal, arresto domiciliario nocturno y prohibición de utilizar el Metro de Santiago.
Lo más desesperante de la prisión, cuenta Roberto, fue el perder todo control sobre su tiempo. 21 horas de encierro es el régimen de máxima seguridad, pero las 3 horas fuera de la celda están pautadas, reglamentadas, siguen tras los barrotes y totalmente fuera del control de las personas privadas de libertad. Un gendarme te saca, un gendarme te entra. La falta de libertad se respiraba en lo cotidiano. Una forma blanda de tortura. Ahí, Roberto comenzó a escribir. Escribía cartas, comenzó a escribir un libro sobre su experiencia.
Roberto sabe que, en su caso, no hay posibilidad de justicia. El estado continúa sin tregua su arremetida contra él. No le han devuelto sus pertenencias, perdió su trabajo y nada le podrá devolver el tiempo que estuvo en prisión. Aún ahora, fuera de los muros, pero con medidas cautelares, no es realmente libre – carabineros han llegado hasta las 3 de la mañana a controlarlo en su domicilio, y sigue bajo investigación por la Fiscalía. Esto no es para nada inusual para personas en arresto domiciliario, Roberto ha sabido de casos donde carabineros se retiran del domicilio a penas anuncian su llegada, para reportar a la justicia que la persona no está cumpliendo su medida cautelar. No es más que otra forma en la que carabineros continúa hostigando a quienes han estado atrás de los barrotes. La violencia de la represión del estado y su experiencia de la prisión política han marcado profundamente la trayectoria de su vida.
Para Roberto, la justicia “es un ideario bonito que se hizo para encarcelar al pobre y el rico lo puede evadir. Es una idea abstracta que nadie está de acuerdo, porque vemos a diario un montón de injusticias. No hay transparencia, la justicia no es justa, nos encontramos con unos tribunales que dicen, pero no se desdicen. Un sistema patriarcal que favorece a los victimarios y desfavorece a las víctimas. La justicia es algo que es posible cambiar los alineamientos escribiendo una nueva constitución.”
El mensaje final de Roberto es uno de esperanza: somos más que ellos, y podemos ganar.